INTERMINABLES NEGOCIACIONES
El Estado dialogante
Hizo bien la comisión de paz del Partido Conservador al recordar hace poco la expresión de “Estado dialogante” que utilizaba a menudo Álvaro Gómez Hurtado, para designar aquella inconveniente condición en la que se dialoga y se dialoga, pero nada se decide.
Pues en esto han venido cayendo los diálogos de La Habana, que ya llevan casi cuatro años sin concluir aún. Y, lo que es más grave: sin tener un horizonte claro de cuánto más pueden durar.
Por eso es explicable que -ante la exasperación de la ciudadanía- al ver estos diálogos avanzar sine die, y frente a la justificada reprobación que suscitó el asesinato por parte de las Farc de los soldados en el Cauca, se hablara de la necesidad imperiosa de imponerles plazos a estos diálogos para concluirlos. Para sacarlos de su condición menesterosa de "Estados dalogantes" en que han caído.
De ello se apresuraron a hablar luego del penoso episodio del Cauca el Vicepresidente, los ministros, los partidos políticos, la Iglesia, las columnas de opinión, y el Presidente mismo. Se planteó inicialmente como una urgencia inaplazable. Luego, con el correr de los días, el tema se ha venido enfriando, y aunque Humberto de la Calle habló de que el Gobierno no pensaba quedarse "indefinidamente" sentado en la mesa de La Habana, el tema de los plazos precisos y perentorios de que se habló con tanto apremio en las horas de dolor que siguieron a la matanza de soldados en el Cauca, se ha venido marchitando.
¿Por qué?
Por la sencilla razón de que a estas alturas -cuatro años después de haber iniciado los diálogos- no es fácil establecerle plazos perentorios a un proceso tan complejo como éste. Sería deseable que dichos plazos existieran desde luego. Pero cuando se miran las cosas con cabeza fría no es tan sencillo imponerle al proceso a la hora actual la camisa de fuerza de los plazos fatales, como a primera vista se pudo haber pensado.
Veamos. Hubiera sido lógico y mucho más fácil convenir dichos plazos al comienzo del proceso. Por ejemplo, desde las reuniones inaugurales de Oslo, cuando se establecieron las bases procedimentales del proceso. Ahora resulta mucho más complejo hacerlo.
En principio, los plazos máximos para concluir una negociación cualquiera deben ser acordados bilateralmente por las partes. Una sola parte puede hacerlo, por supuesto, pero si no cuenta con la aquiescencia de la otra su fuerza vinculante se torna mucho más débil. Pero además: aun si se fijan unilateralmente dichos plazos por el Gobierno es indispensable que esté convencido y que así se lo haga saber rotundamente a la otra parte, o sea las Farc, y al país, que en caso de no haber concluido las negociaciones a la expiración de dichos plazos, indefectiblemente se darán por concluidas y fallidas en el estado en que se encontraren en dicho momento.
Nada sería más grave que una vez establecidos los famosos plazos se empezara a jugar con ellos como si fueran una frontera temporal móvil. Esto, en vez de agregarle seriedad y prontitud a la conclusión del proceso, se convertiría en factor de dilación adicional. Esto sucedió en el Caguán.
Es entendible el afán del Gobierno y de la opinión pública para que las interminables negociaciones de paz de La Habana no se sigan prolongando indefinidamente.
Pero quizá lo más inteligente a estas alturas del partido sea que en la mesa de negociaciones nuestros plenipotenciarios manejen las cosas con habilidad, de tal manera que logremos zafarnos de los asfixiantes brazos del "Estado dialogante" en que lamentablemente hemos caído. Pero sin autoimponernos una camisa de fuerza de plazos fatales que pueden resultar a la hora de la verdad peor que la situación actual.