José Gregorio Hernández Galindo | El Nuevo Siglo
Miércoles, 27 de Enero de 2016

CERTIDUMBRES E INQUIETUDES

Sociedad violenta

“Clamamos paz pero vivimos en intolerancia”

 

Cuando la Constitución de 1991 se refiere a la paz, no cobija solamente los procesos orientados a la terminación del conflicto generado por la actividad de las organizaciones guerrilleras, aunque -desde luego- cuando el Estado inicia  diálogos y promueve negociaciones orientadas en tal sentido, está desarrollando un propósito cardinal del Constituyente,  expresado desde el preámbulo y en el articulado  de la Carta Política.

 

El alcance del concepto “paz”  es, en nuestro ordenamiento básico, mucho más amplio. Se habla de ella en el preámbulo como de un objetivo primordial del Estado, que, junto con otros -la vida, la convivencia, la igualdad, la  justicia, la libertad, el trabajo, el conocimiento-, se expone como finalidad del establecimiento de la Constitución, en ejercicio de la soberanía popular. Ello se traduce necesariamente  en un valor esencial del sistema jurídico y en un principio –como regla fundamental de comportamiento social-  que debe ser observado al aplicar las normas constitucionales.

 

Por su parte, el artículo 22 la señala como “un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”. Un derecho fundamental y a la vez una obligación de toda persona. La perturbación de la paz, en cualquier forma, constituye violación de derechos fundamentales y quebranta directamente la Constitución.

 

¿Cuál es la realidad de nuestra sociedad, puesta en relación con ese marco teórico? Una realidad que lo contradice y vulnera por completo. En la vida diaria de los colombianos predominan elementos que, por definición, hacen imposible la paz. Aparte del terrorismo y las mil formas de actividad delictiva, lo cierto es que convivimos –si es que a eso se le puede llamar convivencia- en medio de la desconfianza, la prevención, el insulto,  la agresividad física y verbal, las varias modalidades de discriminación, las riñas, el “matoneo” en establecimientos educativos,  para mencionar apenas algunos rasgos de comportamiento “social” profundamente arraigados en las comunidades.

 

¿Cómo puede hablarse de paz cuando -como ocurrió la semana pasada-, un energúmeno dirigente político decide golpear brutalmente a un anciano, sin que nadie intervenga en defensa de agredido? ¿Cómo puede esta sociedad soñar con la paz general del país cuando la violencia en el interior de las familias es permanente, y cuando el feminicidio se incrementa de modo alarmante? ¿O cuando la cabeza del organismo encargado de promover los derechos humanos está sindicado de acoso laboral, maltrato a los subalternos y acoso sexual?

 

Somos una colectividad que clama por la paz pero que vive a diario en un clima de violencia e  intolerancia.