Reformar con mesura
“Se ha sometido la Constitución a caprichos de gobernantes y legisladores”
Aunque la Constitución colombiana es rígida, como corresponde a su carácter escrito -lo que significa que las modificaciones a su texto exigen requisitos y trámites más complejos que los señalados para modificar las leyes-, los afanes políticos coyunturales y la pérdida de independencia de los congresos respecto a los gobiernos han conducido a una progresiva flexibilización de la Carta Política. Desde 1991 hasta hoy se le han introducido treinta y ocho reformas, varias de las cuales han significado, desde el punto de vista institucional, costosos errores.
Desde luego, ninguna obra humana es perfecta. Una constitución tampoco lo es y en el interior de la sociedad a la que se aplica se presentan hechos nuevos, cambian las circunstancias y se suceden mutaciones de orden político, económico, social, ecológico y hasta tecnológico, que exigen adaptación y revisión de la normatividad. Por ese motivo existe el denominado poder de reforma constitucional, llamado a introducir los ajustes que, en el curso de su vigencia, demanda el estatuto fundamental del Estado. Pero esa facultad, que la Constitución colombiana deja en cabeza del Congreso, de una asamblea constituyente o del pueblo mediante referendo (arts. 375 y siguientes), debe ser ejercida con responsabilidad y mesura.
Es preciso que en esto se reflexione, porque la Constitución no es irreformable, pero es evidente que si se la está modificando como por deporte, en un permanente juego de ensayo y error, va perdiendo la intangibilidad y la respetabilidad propias de la norma fundamental en que se sustenta todo el orden jurídico del Estado.
En Colombia ha venido ocurriendo un fenómeno singular: nos hemos acostumbrado a que si incomoda el cumplimiento de un precepto constitucional, en vez de procurar la observancia de la misma, decidimos derogarla o plasmar, en la misma Constitución, por Acto Legislativo, la disposición contraria a aquella cuyo contenido fastidiaba. Entonces, se ha sometido la Constitución a los deseos y caprichos de gobernantes y legisladores, en vez de someter la conducta de unos y otros a los mandatos constitucionales. El ejemplo más palpable es justamente el de la reelección, prohibida de manera absoluta por la Asamblea Constituyente en 1991 e introducida de manera forzada mediante la accidentada reforma constitucional de Yidis y Teodolindo.
No es, sin embargo, el único caso. Recuérdese también, entre otros, el Acto Legislativo que suprimía los conflictos de intereses de los congresistas para aprobar reformas constitucionales, o la inconstitucional reforma a la Justicia y su no menos inconstitucional entierro.