JOSÉ GREGORIO HERNÁNDEZ GALINDO | El Nuevo Siglo
Miércoles, 21 de Noviembre de 2012

El Fallo de C.I.J.

 

La sentencia proferida por la Corte Internacional de Justicia de La Haya, que puso fin a un pleito de once años planteado por Nicaragua, está en firme, y es obligatoria para las partes, es definitiva y es inapelable.

En síntesis, aunque fue contundente la Corte en lo que respecta a la plena vigencia del Tratado Esguerra-Bárcenas de 1928 y en lo atinente a la soberanía colombiana, no solamente sobre las islas de San Andrés, Providencia y Santa Catalina sino respecto de los cayos de Roncador, Quitasueño, Serrana, Serranilla, Este-sudeste, Bajo Nuevo y Alburquerque (lo dice el fallo expresamente), la verdad es que, con el trazado de una línea irregular y caprichosa, el Tribunal nos despojó de una parte no despreciable de nuestro territorio.

La Corte desechó el punto de referencia del Meridiano 82, al que nos habíamos acogido, y estableció ella misma la demarcación, beneficiando a Nicaragua.

Desde luego, bajo una perspectiva jurídica tenemos muchas reservas sobre el contenido, las motivaciones y la decisión adoptada mediante la providencia. Hay varias inconsistencias y contradicciones, particularmente en lo que respecta a la delimitación marítima, que implicó para Colombia la pérdida de una porción importante de mar territorial, y que llevó a la existencia de una situación en la cual dos cayos sobre los cuales Colombia ejerce soberanía, reconocida en el mismo fallo, quedan enclavados y rodeados por aguas territoriales nicaragüenses.

Pero una cosa es que se mantengan las discrepancias al respecto y otra muy diferente el desacato a lo resuelto en la sentencia, actitud que Colombia de ninguna manera puede asumir, sin perjuicio de la solicitud de aclaración de algunos puntos de aquélla o de la eventual y remota viabilidad de un recurso extraordinario de revisión.

Pero las relaciones internacionales colombianas se fundan tanto en la soberanía como en el respeto a los principios del Derecho Internacional aceptados por Colombia, y no podemos dar el espectáculo de un país perdedor que acoge lo que le es favorable y rechaza lo desfavorable, porque eso implica un desconocimiento del acostumbrado respeto que nuestro país observa frente a las decisiones judiciales internacionales.

Ahora bien, por otra parte, es fácil ahora especular sobre lo que se ha debido hacer y no se hizo, pero ya todo está consumado, y Colombia debe asumir las consecuencias que en Derecho corresponden, sin estropear su tradición en materia de relaciones internacionales.