¿Acuerdo sin “acuerdo”?
El despliegue mediático para anunciar la firma de un acuerdo inconcluso en el tema agrario fue un golpe de opinión. Una salida de doble filo, necesaria para el Gobierno ante la inminencia de mostrar resultados, pues ahora las negociaciones de paz son determinantes para la “reelección”. Pero si la pretensión era enviar un parte de tranquilidad, se logró el efecto contrario y las suspicacias saltan a la vista. No es posible que después de 6 meses, los plenipotenciarios escasamente arribaran al sobre-diagnosticado rezago del campo y a las demandas, estas sí históricas, de la inmensa deuda social con 14 millones de colombianos. Son más las omisiones y las dudas que el catálogo de buenas intenciones de lo acordado.
La hondura del “pacto rural” debió pasar por asuntos de gran calado sobre los que se tendió una cortina de humo: la propiedad privada, las tierras improductivas, la explotación minera, la inversión extranjera, las Zonas de Reserva Campesina, la eliminación de los supuestos latifundios o los mecanismos y condiciones para la restitución de las tierras “ilegalmente habidas”, para dotar a 8 millones de campesinos despojados. Sólo se necesita leer la entrevista a Catatumbo, para entender los pendientes de la negociación rural.
A fin de cuentas, si algo han demostrado las Farc es su coherencia para perseverar en su discurso retardatario. Y, empoderadas como están, nadie cree que hayan bajado la cabeza para ceder a las presiones de acelerar el proceso. En cambio, la postura del Gobierno ha sido ambigua. Poco queda de los condicionamientos para “usar la llave de la paz” y de los inamovibles del acuerdo general de La Habana. Ahora, en su nueva condición de rehén electoral de las Farc se desconoce el alcance de la letra menuda del contrato para hacer realidad el modelo socio-económico fariano en la ruralidad. En donde, por supuesto, es protuberante la ausencia del reclamo oficial a las Farc sobre la usurpación de tierras que protagonizaron, pero sí en cambio, las amenazas a las multinacionales y a la inversión privada.
Pero, más allá de si el primer punto de la agenda quedó o no negociado, es claro que el pago de la deuda social y económica con el campo, necesita más del tercio que le resta a esta administración para mover la locomotora y, además, sincerar el debate sobre cuánto costará. Ese riguroso ejercicio fiscal debe empezar por lo que realmente se negoció en Cuba, el costo de la implementación de la Ley de víctimas y restitución de tierras, sin olvidar las medidas para paliar los TLC, la inseguridad que campea o la ejecutoria de los recursos de la ola invernal o del DRE.
El país no puede vivir de expectativas. Estamos frente a promesas que no se cumplirán. Entre otras razones porque más allá del tema rural, el éxito o fracaso de las negociaciones, depende de la suerte del marco jurídico para la paz. Es decir, de abordar la discusión pendiente sobre los mecanismos definitorios para la desmovilización y dejación de armas de las Farc, la desarticulación de sus estructuras, la justicia, la verdad y la restitución a las víctimas. Lo demás es seguir vendiendo una paz sin bases, a punta de demagogia con la tierra. Y ahora, en actitud pendenciera y delirante, Venezuela chantajea con retirar su apoyo al proceso de La Habana, por cuenta de Capriles.
Realidades sobre las que mucho tienen que opinar, por ejemplo, los campesinos testigos de las brutales masacres de funcionarios y soldados en La Guajira o Norte de Santander que, con lágrimas reconocieron su impotencia para auxiliarlos, por temor a las represalias de la guerrilla. O los miles de amedrentados que habitan las actuales Zonas de Reserva Campesina, que tras el acuerdo ven más lejos su liberación de las Farc. Y muy poco tienen para decir, los 2 ó 3 voceros de la etérea “comunidad internacional”, que en su casa no dan tregua en separar el grano de la paja, pero en tierra ajena no distinguen narcoterroristas.
@jflafaurie
*Presidente Ejecutivo de Fedegan