Las decisiones que tomó el Presidente de la República, a raíz de sus negociaciones con las Farc, han producido confusiones de todo tipo y cargado de peligros el ambiente institucional de la nación.
La primera de ellas es que son muchos los que no tienen claridad acerca de qué fue lo que hizo, porque resolvió buscar el fin del conflicto con esa organización terrorista, según los términos del documento base del proceso que tuvo lugar en La Habana, y luego se dedicó a cantarle al país la música de la paz en forma falaz.
Por eso dividió mentirosamente a los colombianos entre amigos y enemigos de la paz, pidió votar Sí a la paz, cuando de eso no se trataba, habló, y sigue hablando, del acuerdo de paz, y en cada intervención pública, nacional e internacionalmente, reitera que el nuestro es un país nuevo gracias a la paz.
Nada de eso es cierto.
Sin embargo, no son pocos los que siguen creyendo en esa palabrería carente de verdad, movidos por el impacto de los mensajes del gobierno transmitidos por los medios masivos de comunicación.
De otro lado, el Presidente Santos continúa con el cuento de que acordó solamente unos pocos temas, para alimentar la pretensión de que fue un proceso maravilloso, lleno de bondades y precauciones, que se convertirá en modelo para otras naciones.
Segunda gran confusión.
Lo negoció todo, pues los términos de lo suscrito no dejan materia de interés nacional sin que haya sido tocada, directa o indirectamente.
Y una parte de la opinión pública sigue, de buena fe, creyendo en la fábula de las precauciones.
En tercer lugar, lo que le dice a sus compatriotas es que la estructura democrática e institucional sigue incólume.
No falta quienes le creen, pero la realidad es que, aceptando la incorporación de las 310 páginas a la Constitución nacional, destrozó la Carta fundamental y dejó a la nación en un peligroso estado de inseguridad jurídica.
Así mismo, es persistente diciéndole a la ciudadanía que la jurisdicción especial para la paz fue un gran triunfo, porque lo acordado es la aceptación, por parte de las Farc, del sistema judicial colombiano.
¡Nada de eso!
Timochenko impuso en la mesa su concepto de justicia.
Consiguió que el Jefe del Estado le aceptara crear una jurisdicción nueva; logró la impunidad para los culpables de los delitos más graves, toda vez que ninguno de ellos pagará un solo día de privación de la libertad; obtuvo la no extradición para los miembros de las Farc incursos en narcotráfico; hizo que el Presidente le firmara que esos mismos responsables de atrocidades pueden ser elegidos inmediatamente, y, como si algo faltara, dibujó, con la participación de la cabeza de la administración, un sistema que tiene todo para convertirse en tribunal político revanchista.
En el caso de que alguien piense que se está exagerando, simplemente lo invito a que repase quienes seleccionaron a los magistrados de la JEP y los nombres de algunos de los escogidos.
No hay derecho a que en un Estado, que se supone estructurado, como el nuestro, a pesar de todas las falencias que tiene, se acepte que opinadores políticos militantes contra la oposición democrática se transformen, de la noche a la mañana, en magistrados.
Las confusiones y peligros son inmensos.
Sin embargo, hay que seguir alimentando la esperanza de que el próximo año los electores den el mandato indiscutible de cambiar todo lo malo que se ha hecho, a fin de hacer posible seguir viviendo en democracia, con un Estado de Derecho en el que exista la división e independencia de los poderes, se respete la propiedad privada, y que la justicia recupere el prestigio que alguna vez tuvo porque actúa bien, transparentemente y de manera imparcial y objetiva.