Hasta el momento la discusión posplebiscito ha llevado a que el “país político” se encuentre en una situación que bien puede asemejarse a la de una “calma chicha”. La misma que describen los marinos como de “completa quietud del aire sobre el mar, impidiendo totalmente el avance con sistemas de navegación a vela”, la cual, dependiendo del talante que demuestren los jefes políticos más visibles, puede ser la antesala de una tempestad o de la vuelta a la normalidad, así sea con el mar (de la política) “picado” como ha estado durante los últimos quince años.
Según lo informado por los medios, las reuniones entre los distintos voceros del No y los delegados del Gobierno han sido respetuosas y de buena tónica, hasta el punto de que al término de una de ellas y en inusual actitud, Uribe resaltó “el buen diálogo” logrado y hasta hizo elogios a De la Calle comentando que había sido “buena y constructiva”.
¿Responsabilidad histórica? ¿Transparencia? O más bien actuación bajo la espada de Damocles que pende sobre las cabezas de los jefes políticos tanto del Sí como del No. Aquella que se mantiene con un doble filo: el resultado del plebiscito y las distintas manifestaciones exigiendo “acuerdo ya”, sobresaliendo las de la juventud universitaria.
Lo cierto es que con base en lo anterior cabría esperar que en la semana que comienza se renegocien en La Habana los aspectos que lo ameriten para que de allí surja un acuerdo reajustado y precisado, luego de lo cual vendría la aceptación por parte de los líderes del No, como paso previo y necesario para caminar en la dirección del “acuerdo nacional de paz” por el que tanto han abogado.
Sin embargo, para que los jefes del No, especialmente los encabezados por Uribe, aceptaran dicha renegociación, de manera previa deberían al menos responder los siguientes interrogantes:
Si el No al acuerdo firmado se impuso por menos del uno por ciento de la votación, ¿es justo y realista afirmar que para el nuevo acuerdo debe haber “cambios de fondo por el mandato popular”?
Si, como es sabido y frecuentemente criticado por el “Centro Democrático”, la justicia ordinaria encabezada por la Corte Suprema, tiene serios problemas de corrupción y de “sesgo ideológico” en varios de sus jueces y magistrados, ¿es coherente y conducente pedir que la justicia transicional quede en manos de la justicia ordinaria?
Si ni siquiera se han escogido los magistrados que integrarían el tribunal de paz, ¿es lógico y acertado afirmar desde ya- como se colige de sus declaraciones- que no administrarán justicia sino impunidad?
En fin, ¿están realmente dispuestos a anteponer el bien común de la pacificación al interés de la próxima elección?