Si la democracia es el gobierno de la igualdad para la realización de derechos, el impacto de la inequidad en las sociedades afecta sustancialmente sus posibilidades de éxito y abre la puerta a esquemas populistas y autoritarios, que acechan particularmente en el continente más desigual.
La pandemia agudizó esas condiciones, distanciando mayormente a quienes más tienen de aquellos que carecen de ingresos y de capital, pues los sobrevivientes del mercado, corresponden a quienes mejor dotados estaban para resistir los embates contraccionistas.
El reciente estudio del Banco Mundial en el que se anuncia que es Colombia el país más desigual en la OCDE y, a su vez, el segundo más inequitativo en América Latina, es una mala noticia.
Los ingresos del 10% de la población más rica es once veces mayor que los del 10% más pobre. 3.6 millones de personas cayeron en la pobreza por efectos del covid-19.
Pese a los esfuerzos del Estado por reconocer subsidios como el ingreso solidario, que cubre a más de tres millones de familias, no ceden las condiciones de inequidad y pobreza.
A las tradicionales facetas de la inequidad se suman dos manifestaciones en crecimiento exponencial que exigen atención prioritaria. De un lado, la agudización de la inequidad por género, expresada en violencia familiar, mayor informalidad y desempleo, más desprotección, recurrente exclusión, con los desequilibrios generados por las responsabilidades de cuidado que asumen las mujeres, sin una respuesta efectiva de la sociedad y el Estado.
De otra parte, la brecha digital ahonda con severidad las distancias entre los sectores mejor posicionados en la economía y aquellos en condición de pobreza. El drama de la desconexión de Centros Poblados hizo visible en el país que la corrupción es la principal causa de vulneración a los derechos y que la falta de conectividad es una negación de la ciudadanía, aún no dimensionada.
Construir democracia pasa necesariamente por ampliar la clase media y reducir las diferencias de riqueza, para que más personas accedan a más derechos, no para nivelar por lo bajo. No se trata de un juego de suma cero, sino de una oportunidad para crecer con un proyecto colectivo, que haga más felices a un mayor número.
La agenda de Colombia es la de la justicia social. Mientras el liderazgo político siga empeñado en desconocer su prioridad y estimular la polarización paralizante, son altos los riesgos de dar marcha atrás y de legitimar posturas no democráticas.
Más que subsidios, se requieren oportunidades de trabajo con ingresos adecuados y protección social para todos. Disciplina y estímulo para quienes producen riqueza, encauzando una ruta por la formalización laboral y productiva, entendida como acceso progresivo a derechos.
Orientar progresivamente el sistema tributario hacia impuestos sobre la riqueza, establecer prestaciones como dotaciones de capital para soportar el inicio de la actividad productiva, incluir progresivamente a independientes e informales en la protección social e implementar coberturas por las actividades del cuidado, así como prestaciones diferenciales en materia laboral y pensional para las mujeres, son prioridades por evaluar democráticamente.
El ingreso mínimo solidario tendrá que convertirse en una prestación de la protección social, articulada con el servicio público de empleo, que complemente la provisión de recursos para combatir la pobreza como riesgo social, dignificar a las familias y estimular el desarrollo y la productividad individuales.
Repotenciar la democracia exige necesariamente implementar un pacto social que garantice la eficacia de derechos, impulse el trabajo y premie los esfuerzos particulares, con un Estado más fuerte para generar bienestar y justicia, y encauzar el mercado. La última palabra la tienen las urnas.