Familia moderna
Por Horacio Gómez Aristizábal
LA zona más facunda de nuestra vida, aquella en que recibimos más conocimientos y sensaciones para enriquecer nuestra existencia, fue el hogar. Con unos padres que no eran especialistas en pedagogía, pero que tenían su profundo sentido en la ternura y su deseo de procurar nuestra felicidad. Ellos fueron, pues, los maestros más cargados de sabiduría, los más eficaces transmisores de una personalidad, los que tuvieron sobre nosotros el mayor poder formativo. Sin que nos diéramos cuenta, sin sacrificio de nuestra parte, nos enseñaron a expresarnos en un idioma que utilizamos para la vida. Los psicólogos han determinado, por medio de encuestas científicamente elaboradas, que la personalidad del hombre se forma con estos aportes: 60% la familia, 25% la escuela y 15% la sociedad.
A través, pues, de este núcleo familiar nos vinculamos con el pasado y el porvenir, nos insertamos en el pueblo con el que vamos a ser solidarios toda la vida, y nos convertimos en responsables de una o varias vidas. Por eso, allí donde la vida familiar declina, puede asegurarse que hay una sociedad que se está disolviendo. La familia no es, por tanto, un fortuito accidente biológico que surgió para el hombre en la historia, sino un encuentro decisivo con el universo de la cultura.
En ese pequeño circuito que es la familia están contenidas todas las normas que hacen al ciudadano perfecto. Quien abdica un poco de su propia personalidad e intereses económicos en beneficio de su compañera o compañero y de los vástagos que resultan de esa unión, está ya entregando a la sociedad una cuota que lo hace partícipe de sus beneficios y consideraciones. Está ordenando una conducta asociada que le prepara el convite a la sociedad más amplia.
El afecto que damos a esos progenitores es el reintegro de la personalidad que hemos recibido y no sólo reconocimiento biológico a los antecedentes genéticos. Es el sacrificio permanente que nos moldeó a nosotros, qué hizo nuestro seres espirituales, desde el día que nos engendraron.
El único ser de la creación para quien la vida no es una cosa ya hecha es el hombre. El árbol, el animal, la estrella, tienen una vida hecha definitivamente cuando nació. El hombre es el ser a quién se le da vida para que la haga. De ahí el sentido de su libertad; porque, ante la inmensa posibilidad de elegir en cada instante con que hacer su vida, tiene que elegir alguna de esas posibilidades. Con la condición de que al elegir una, abdica de la posibilidad de otras. Así como por ejemplo, a elegir una profesión, tácitamente renuncia a seguir otras y su vida estará ya considerada por la profesión que ha asumido.
El hombre, como tiene que hacerse en cada instante, está colocado en toda circunstancia en el dilema de elegir lo que debe hacer para lograr la plenitud vital. Por ejemplo, el ser colombiano, el nacer en esta época, el pertenecer a una familia, son fatalidades irrevocables que lo hacen portador del orden jurídico representado en el Estado colombiano. Con los ciudadanos prenatales, la alimentación adecuada de los esposos, principalmente de la esposa, el ambiente de afecto con que se la rodee, la utilización del calcio y proteínas, se ha demostrado que el hijo que se está gestando en sus entrañas mejora notablemente las cualidades físicas. En los pueblos en donde más cuidado se está poniendo a esas relaciones genéticas, se advierte que la generación ha aumentado su potencia física con respecto a la de sus antecesores.