HORACIO GÓMEZ ARISTIZÁBAL | El Nuevo Siglo
Domingo, 8 de Diciembre de 2013

La mala fe en la política

 

Al buen líder se le reconoce una posición destacada en la comunidad. Se acepta que actúa buscando el bien común. Un pensador decía: “El líder auténtico piensa en las próximas generaciones, el politiquero piensa en las próximas elecciones”. Al gran líder político suelen acompañarlo atributos humanos poco comunes: capacidad de trabajo y don de mando excepcional. Donde llega impone el orden, la solidaridad, la disciplina y el espíritu de superación. Es intrépido para afrontar riesgos, el líder asume con serenidad los honores y las grandes angustias de la vida pública. Mientras más graves son los problemas que debe afrontar, mayores son su serenidad y su firmeza. Le molestan de igual manera los problemas grandes y pequeños. Sufre con resignación las heridas de las flechas hostiles y las picaduras del alfiler. Es un hombre de acción. No soporta la inercia. Siente la necesidad de crear, de hacer cosas. También es hombre de inquietud mental. Imagina soluciones, plantea programas de interés, señala metas que estimulan. No existe líder sin que conjugue a un mismo tiempo las ideas y la acción. El humanista muere en su biblioteca teorizando, especulando y soñando. El líder convierte en actos sus pensamientos.

En la realidad cotidiana observamos agitadores de corto vuelo, charlatanes sobresalientes, embaucadores, mitómanos y multitud de caballeros de industria. Una inmensa mayoría de nuestros politiqueros tiene la actividad pública como ocasión espléndida para hacer dinero, ubicarse en puestos de poder y mando y, sobre todo, aspiración de conseguir influencia para así mismo traficar, medrar y subir.

En mis conferencias académicas hago esta pregunta tajante: ¿Si un político en cuatro años de parlamentario recibe 600 millones como sueldos, por qué invierte dos a cuatro mil millones de pesos para lograr esta posición? La respuesta es simple. Si nadie trabaja a pérdida, el político con unos mismos votos logra elegir senadores, representantes, diputados, concejales y alcaldes. En su campaña invierten por debajo de la mesa, los futuros contratistas, los ubicables burocráticamente y los que en una u otra forma se van a beneficiar con el triunfo del candidato.

Los políticos nuestros, en un altísimo porcentaje, alternan el trabajo electoral con la burocracia, en el sector administrativo. Ya nos tienen acostumbrados a multitud de inmoralidades. Los expertos señalan, entre otras corruptelas las que siguen: vender licitaciones, empleos y servicios. Negociar decisiones, certificados o sentencias al mejor postor. Tramitar leyes con beneficiarios propios. Construir mal y caro para el Estado. Aliviar de impuestos a empresarios. Exigir recompensas por hacer obras con dineros oficiales. Hacer vías para valorizar predios de amigos. Amasar fortunas a costa del erario. Armar viajes oficiales no indispensables. Contratar estudios superfluos. Pagar sobreprecios por máquinas o servicios del sector privado.

Por omisión también se asumen comportamientos ilícitos. No trabajar el tiempo exigido por la norma. Dejar envilecer los bienes del Estado. Hacer obras sin respetar prioridades. Callar ante irregularidades claras. Dejar que prescriba una acción contra un amigo o copartidario. Denegar justicia. Preferir el populismo a lo esencial en ciertas actuaciones. Prometer el cielo y la tierra y luego hacerse el de la vista gorda.

La moral debe regir todos los actos del funcionario honesto. Un autor francés sostenía, que lo más grave de todo, es la corrupción de los fiscales. Si el vigilante es más perverso que el vigilado, no hay nada que hacer.