Gilberto Alzate en la Universidad Nacional
Los grandes caudillos como Laureano Gómez, Jorge Eliécer Gaitán, Gilberto Alzate Avendaño, fueron en su momento seriamente cuestionados. Eran cesáreos, arrogantes, dominantes, ambiciosos. Pero ¿cómo ignorar que estos hombres mesiánicos irrumpieron como huracanes, recorrieron grandes distancias sociales, convenciendo, cambiando costumbres, venciendo, cargando la atmósfera de ideas, sentimientos y gritos, imponiendo criterios y aclimatando sistemas novedosos y progresistas? Practicaron el eslogan polémico de Nietzsche: “La importante no es la paz, lo importante es la victoria”. Por eso iluminaron y devastaron, impulsados por una fuerza irresistible y, es claro, dejaron a su paso heridas, descontentos y derrotados. El mismo Cristo dijo: “No penséis que vine a meter paz en la tierra; no vine a meter paz, sino espada. Vine a separar al hombre de su padre, a la hija de la madre… Vine a meter fuego en la tierra y ¿qué he de hacer si prendió?”.
También se dice de ellos que gustaban de los honores, del triunfo a toda costa, de la fama y del prestigio. Que fueron calculadores y que cometieron excesos e injusticias. Si Bolívar hubiera seguido al pie de la letra el “Amaos los unos a los otros” y “Si te lastiman una mejilla colocad la otra”, no habría aplastado el imperio español, como lo consiguió.
Los tres volúmenes que Julio César Ayala, sobresaliente catedrático de la Universidad Nacional, le dedica a Gilberto Alzate Avendaño, -ocho años de investigación- son fundamentales para entender el contexto histórico en que luchó y combatió el llamado Mariscal Alzate.
Gilberto Alzate Ronga, hijo del gran caudillo, estructuró un buen estudio sobre su progenitor. César Ayala es todo un catedrático y un dialéctico. Trabaja con fervor y lucidez lo ideológico, lo programático, lo histórico y el desempeño de los partidos en nuestra sociedad.
Gilberto Alzate Avendaño -escribí una biografía sobre este líder, con varias ediciones de Plaza y Janés, Grijalbo y universidades Quindío y Simón Bolívar- fue uno de los últimos resplandores de aquella constelación de gigantes que parecen sostener sobre sus hombros, como vigorosas columnas inmóviles, la nave de nuestras mejores tradiciones clásicas.
En el servicio del Estado, su voluntad de acción fue igual a su pureza y su pureza igual a su patriotismo. Como diplomático, como funcionario entregó su esfuerzo a la Patria, sin pedirle retribuciones. Incansable en el desempeño de misiones, su acción contribuyó a ensanchar la órbita de nuestro buen nombre en el exterior; desvelado y pulcro, su paso por todos los escenarios dejó huella imperecedera.
Alzate tuvo el don de circunscribir en el ideal lo posible y en lo deseado lo realizable, para no dejarse arrebatar por la utopía, ni disminuir por el desengaño. En la tribuna se inspiraba y sorprendía por la cultura y la velocidad mental con que replicaba. En el manejo de los hombres poseía el secreto de saber equilibrar los egoísmos y de coordinar energías situándose a equidistancia de la familiaridad y de la indiferencia. Otros podían dirigir borrándose un poco. Alzate siempre era inconfundible. Todos lo respetaban y acataban. Cuidaba con celo su bien ganada fama.