En el municipio de Sucre, en el departamento de Sucre, hay una pequeña isla con inmensos desafíos en materia de pobreza y alcantarillado, entre otros. El corregimiento de La Isla del Coco, uno de tantos lugares apartados de Colombia, en donde ocurren historias que solo conocemos en los libros de García Márquez. Este lugar, que vive de la pesca y la agricultura, estuvo muy afectado por las restricciones a la movilidad en medio de la pandemia, el ingreso de casi la totalidad de sus habitantes llegó a ser de cero pesos por varios meses.
A pesar de la tragedia, las personas de este lugar contaban con una especie de ángel, el propietario de la tienda, de quien no conozco su nombre pero que sin duda se merece todos los reconocimientos. Esta persona, durante varios meses y guardando la esperanza de despertar algún día de esa pesadilla, nunca paró de ofrecer a la comunidad productos necesarios para su subsistencia a través de ese mecanismo, creado en el orden espontáneo del que hablaba Hayek, el popular “fiao”. Todos los días, este empresario anotaba en su cuaderno los productos que las personas iban necesitando, sin tener certeza de cuándo recuperaría la caja.
Como en los cuentos de Macondo, a esta zona apartada llegan las noticias varias semanas después. El programa de Ingreso Solidario del Gobierno Nacional llegó muy tarde, la señal del celular nunca ha llegado y mucho menos sus habitantes tienen cuentas digitales en Nequi o Daviplata. Al parecer también ven poca televisión o no creyeron que ese tipo de programas llegara a este lugar apartado de la mojana sucreña.
Sus habitantes se enteraron de este programa cuando faltaba poco para levantar las restricciones, gracias a una visita presencial de funcionarios del Departamento para la Prosperidad Social. Luego de socializar el programa y como ninguno tenía acceso a internet, fueron trasladados a Sincelejo para poder acercarse a una sucursal bancaria y retirar los giros acumulados que tenían por el subsidio. El primero en embarcar fue este pequeño héroe tendero, quien no podía ocultar la emoción, pues podría recuperar algo de caja lo que le permitiría volverse a surtir. Su felicidad seguramente no era por recuperar su inversión, mucho menos generar rentabilidad, difícilmente lo haría, era más por poder seguir sirviéndole a la comunidad en los meses que vendrían.
Contrario a lo que los críticos del capitalismo suelen repetir, el propósito superior de este tendero no es el ánimo de lucro, es el de servirle a la comunidad, tratar de hacerle mejor y más fácil la vida a las personas que viven con él en este lugar. A pesar de tener que ser rentable para que su negocio sobreviva, en realidad cumple una función social, permitiendo a los habitantes de esta pequeña isla acceder a productos que les permiten seguir adelante con sus vidas.