En un país adicto a la insatisfacción, al escepticismo y al rencor, se explica que el martes la gente no hubiera salido a las calles proclamando gratitudes y emociones.
Luego de seis décadas de tragedia continuada, se logra que un grupo armado hasta los dientes deje sus fusiles y se comprometa a cambiar las balas clandestinas por el ejercicio de una política legal (sí, “política” y “legal” no son antónimos). Sin embargo, eso no merece despliegue en los noticieros, ni manifestaciones callejeras o repique de campanas.
Para varios medios de comunicación lo destacable fue que Teófilo vistiera de nuevo la camiseta del Junior, o pasar durante los primeros 30 minutos, las mismas escenas del naufragio sufrido dos días antes, en Guatapé.
¿Por qué desconocen tantos medios (tantos miedos) y tanta sociedad, la relevancia de este paso sublime, en el camino a la paz?
Sé que éste no fue el fin de todos los conflictos colombianos, y que a las 11 am del 27 de junio el switch de la inequidad, de la injusticia social, la corrupción y el narcotráfico no se puso en OFF, ni automáticamente el país de Jauja (con sus míticos “ríos de leche, miel y vino”) quedó para siempre en ON. Nuestros abismos son muchos más y más profundos, pero lo que pasó el martes, fue casi milagroso.
Las siniestras herramientas guardadas en los contenedores de la ONU no alimentarán más cementerios, y la guerrilla más vieja de América, deja su condición de fuerza armada, para transformase en movimiento político. No votaré por ellos, ni me hacen feliz sus discursos de marxismos trasnochados; pero prefiero mil veces verlos de civiles en las urnas, que de ejércitos fugitivos, en el monte; apoyo su ingreso a la democracia, y trabajaré como pueda, para que el resto de país los reciba y les cuide la vida.
Quisiera haber visto expresiones masivas y eufóricas, de agradecimiento a Humberto De la Calle y a Sergio Jaramillo. Ellos le endosaron buena parte de su vida a trabajar por la paz de Colombia, y lograron lo que nadie había logrado. Sonará infantil, pero son mis héroes de la paz.
Y Enrique Santos Calderón, silencioso tejedor de los primeros acercamientos entre gobierno y FARC, de los acuerdos de La Habana, ergo del desarme que culminó hace cuatro días. Y, sí, también estoy agradecida con su hermano presidente, así le caiga gordo al 88% del país, porque éste no es una historia de simpatías personales, sino de realidades y de guerras terminadas.
Y en este gratias agere, traigo a Victor G. Ricardo, un hombre que en su momento se jugó la vida por la paz, y -contrario al par de mañosos ex presidentes (el energúmeno y el oportunista)- reconoce los éxitos ajenos, y de manera caballerosa sostiene que lo importante es el logro, y no el nombre del firmante.
Anónimos, visibles, pasados, presentes y futuros militantes de la vida: los respeto y valoro por levantar esa bandera blanca que a pesar de todo y de tantos, ya empezó a brillar en el corazón de Colombia.
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