La decisión de la Corte Constitucional sobre la demanda que presentó Centro Democrático contra el acto legislativo para la paz da lugar a varias reflexiones.
Si bien es verdad que no se conoce el texto de la providencia, debido a la mala práctica de la corporación, consistente en anunciar primero y publicar después, lo que se dio a conocer, mediante declaraciones públicas, tendrá consecuencias.
En primer lugar, queda claro, como se ha dicho tantas veces en este generoso espacio, que eso del “blindaje” es un cuento que se inventaron algunos ideólogos del acuerdo Santos-Timochenko para imponerle al país lo que no podrán imponerle jamás.
Aquello que firmaron el Gobierno y las Farc no es un acuerdo especial, aun cuando lo griten en todas las esquinas.
El famoso depósito en Berna no lo es, en términos del derecho internacional, así lo repitan cual anunciantes de aspirinas.
Aquello de la declaración unilateral ante las Naciones Unidas no produce efectos inmediatos, díganlo cuantas veces quieran decirlo.
Eso de que incorporando las 310 páginas a la Constitución nadie las podrá tocar en el futuro es un cuento para niños pequeños.
Y decirle a Colombia que quedará prohibido modificar lo acordado durante los próximos tres períodos presidenciales es un irrespeto al pueblo y un desconocimiento inaceptable de la soberanía popular.
Lo que sucede es que se ha querido imponer a 48 millones de colombianos la voluntad de un Gobierno transitorio y desprestigiado, así como la de una organización que bañó con sangre el territorio nacional durante más de medio siglo.
Para conseguirlo se inventaron, con la ayuda de juristas acróbatas, todo tipo de maromas constitucionales y legales.
No les importó llevarse de calle la Constitución, la ley y el Derecho Internacional.
Creyeron, con inmensa arrogancia, que se saldrían con las suyas y que tenían la capacidad indiscutible de idear un nuevo orden jurídico, político y social a su antojo.
No escucharon las voces de advertencia de la oposición democrática.
Creyeron que unas mayorías espurias en el Congreso serían suficientes para hacerlo todo, y decidieron actuar desconociendo el verdadero sentimiento mayoritario que se expresó a favor del No en octubre de 2016.
No pusieron atención cuando los opositores, actuando con gran responsabilidad histórica, propusieron un gran acuerdo nacional para la paz, sobre la base de que debían cambiarse los puntos que movilizaron a quienes ganaron el plebiscito.
Les pareció, de otro lado, poca cosa que el entendimiento implicara, tal y como se planteó, el apoyo a la implementación y desligar dicho proceso de la batalla política.
Pensaron, además, que eso no importaba y que podrían reemplazar la voluntad popular con los votos en el parlamento de quienes apoyan al presidente Santos.
Como si fuera poco, dieron por sentado que la Corte Constitucional serviría, en todos los casos, de despacho notarial.
Se equivocaron de cabo a rabo.
El rechazo de millones a varios puntos de lo acordado sigue vivo y está creciendo.
Las acrobacias constitucionales e internacionales son fuertes solo en la mente de quienes gozan escuchando el producto de su inútil imaginación.
Y el alto tribunal constitucional, a pesar de muchas decisiones desafortunadas, no puede dejar de defender la separación e independencia de los poderes.
Por eso estamos como estamos.
No queda camino distinto a buscar un nuevo mandato popular en el 2018 para cambiar lo malo, sin que corra riesgo la desaparición de las Farc como fuerza armada ilegal.
Por lo pronto, la lección es clara.
En democracia nadie puede tener la pretensión de imponerle nada a nadie.
Y esta afirmación tiene como destinatarios al Gobierno y a las Farc.