Glosas a la barbarie (VI) | El Nuevo Siglo
Lunes, 2 de Noviembre de 2020

Soy lo bastante anticuado y romántico como para creer que muchos niños, dadas las circunstancias adecuadas, son lectores por naturaleza hasta que su instinto es destruido por los medios de comunicación (Harold Bloom, p.13).

 

SUSTITUIR lo verdadero por lo falso es uno de los tantos y tan ruidosos legados de la modernidad y sus lobanillos. Lo real, entonces, es una categoría anacrónica y desusada, y definitivamente reemplazada por otra categoría de fama contemporánea: lo cultural. Esto, ¿qué significa? Que la cultura (eso que ahora llaman cultura), ni descubre, ni perfecciona, ni conserva la realidad, sino que la desconoce, así, vulgarmente (ahora recuerdo el vulgarismo del que tanto escribió Ortega y Gasset). ¿Para qué? Para sembrar invenciones que hagan un mundo protector de todos los desbarros necesarios para legitimar lo irrazonable. Carrera del absurdo que ha tenido éxito y ha sido forjada, institucionalizada y actualizada por arengas de fisonomía progresista.

Y aquí cito un fragmento de Cataluccio que lo resume: “La juventud ya no es una condición biológica, sino una definición cultural. Se es joven no por el hecho de tener determinada edad, sino porque se participa de ciertos estilos de consumo y se asumen unos códigos de comportamiento, de vestuario y de lenguaje” (p.15). Tal afirmación compendia el argumento central: ya no importa la edad de las personas, sino la autopercepción que tengan de su edad y los modos de su conducta. Si un niño se siente como viejo, entonces es viejo, y si un viejo se siente como niño, entonces es niño. Bárbaro, ciertamente.  

Lo anterior explica, en alguna medida, varios de los panoramas decadentes que azotan a diferentes comunidades humanas, a saber: familiares, políticas, académicas, jurídicas y culturales. Pienso, por ejemplo, en padres y madres que asumen sus roles con irresponsabilidad y mortificación. Así, en lugar de situar el corazón en lo verdaderamente importante, o sea, en sus hijos y en las relaciones sociales hondas y en la formación intelectual bella que cultiva los principios que perfeccionan los sentimientos (actividades que enseña la madurez), eligen anteponer lo secundario: la fiesta, el éxito profesional delirante y, en general, la búsqueda permanente, infatigable y frívola del centro comercial, la compra compulsiva, la juerga excesiva y el “prestigio” de oficina. ¿Consecuencias? Todas. Hijos arrojados, una y otra vez, a escenarios de soledad y de abandono. Niños consumidores de sustancias psicoactivas y de pornografía, y niñas iniciadas sexualmente, con un desasosiego desesperante y con frecuentes visitas a las clínicas por enfermedades de trasmisión sexual, abortos y otras cicatrices que muelen la infancia a palos y deforman el proceso de madurez.

Se acabaron los adultos y la belleza de envejecer con sentido: “La vejez es experimentar, adquirir sabiduría, amar y perder, y estar más cómodos en la propia piel, por mucho que se torne ajada” (Nussbaum y Levmore, p.11). Ahora quedan inmaduros jugando a la política, al derecho y a la educación, que forman hijos que luego serán padres y después abuelos, replicando formas de la barbarie.

*Jurista y filósofo