Enrique… ¡gracias!
Algunas personas pasan por nuestra vida, y a las dos horas de haberlas conocido no recordamos ni su nombre ni el color de sus ojos ni la forma de sus manos.
Otras dejan una pisada en la arena, perceptible apenas durante ese breve lapso en el que ninguna ola, ningún cangrejo o perro escuálido pasan por ahí.
A veces uno conoce personas por obligación o resignación; uno las guarda en un archivador, y cada no sé cuánto, con un plumero gris les quita las telarañas, como deshojando una flor que no existe.
Otros desfilan por el olvido como reos encadenados; y ya no huelen ni a perfume, ni amor ni trabajo, sino a nada, que de todos los olores, es el más triste.
Y también hay otros individuos -por suerte poquísimos- a los que por más que uno se esfuerce, no logra perdonar.
Lo mágico sucede con aquellas personas que -como algunos besos- dejan huella; huella bonita y de verdad.
Son esos hombres y mujeres capaces de convertir un túnel oscuro, en el parpadeo de un chorro de luz; un aguacero despiadado, en una madrugada frente al Amazonas; o un paciente terminal, en una de las voces que Dios le presta a sus ángeles mientras aprenden a volar.
Antenoche, treinta metros antes de llegar a casa, vi a un precioso escritor que subía caminando por mi calle. Me bajé del automóvil casi andando, no solo por lo que él representa para mi país, para la libertad de prensa y para la búsqueda de la paz, sino básicamente, por lo que él desde siempre, ha significado para mi.
Él, y un esplendoroso bisabuelo que me dio mi mamá, son los culpables de mi amor y respeto por este oficio de escribir en los periódicos; de arar las páginas para sembrar palabras, y defender las ideas, temiendo la indiferencia de los lectores, mucho más que las balas de los opositores.
Él, mi maestro en estas lides, se llama Enrique Santos Calderón.
Muchos jueves en la madrugada -sin que él nunca lo haya sabido- sola con mi portátil le he pedido al recuerdo siempre vivo de sus lecciones, que me ayude a buscar el adjetivo preciso; el sustantivo que mejor transmita una imagen o una bandera; el giro combativo cuantas veces se necesite, pero ni ofensivo ni desmedido.
Le he pedido que jamás frente a un renglón en blanco, me deje caer en el error de faltar a la verdad; ni en el horror de ser cobarde.
Él ha sido maestro en el compromiso del periodismo con la independencia, con la libertad, y con el rechazo total a la compraventa de conciencias. Él sabe que la paz no viaja en helicóptero artillado, y que difícilmente germina en corazones y estómagos vacíos.
Mi calle que sube por la montaña me trajo el reencuentro con un hombre que marcó mi vida; noche cálida; abrazable presencia de un maestro y dos columnas: el Contraescape de antes y de siempre; y ahora, la vertebral, la del proceso más esperanzador de Colombia.
Enrique…¡gracias!