El valor de los símbolos
Hace 15 años, el padre Alirio López -el abanderado de los goles en paz- llevó a un taller de fundición cientos de armas blancas y negras, changones, revólveres y puñaletas que pandilleros de los barrios más deprimidos de Bogotá, entregaron gracias a las campañas de desarme promovidas por la alcaldía de Mockus.
Con esos metales mortales fundidos, se hicieron palomas y cucharitas, y en sus pequeños pedestales decía “arma fui”.
Esas piezas simbólicas -como decían del presidente López- pusieron a pensar a la gente; pensar en la delincuencia juvenil y en cómo el tiempo libre se vuelve tantas veces esclavo de la violencia; pensar en los círculos viciosos de miseria y rencor, y en qué hacer con la guerra cotidiana, la de barrio y andén.
Carl Jung, el papá de los sueños y los símbolos, decía que “lo peor que le puede pasar a alguien es ser comprendido por completo”. Si eso pasa con los álguienes, más aun con los símbolos, creaciones de la imaginación, espejos nunca planos ni rígidos, representaciones que tocan la puerta de los sentidos y de la mente, para trascender la razón y deshojar como alcachofas lenguajes no verbales, hasta llegar al fondo, a la esencia misma -que hasta en ellas- se llama corazón. Un símbolo no es perfecto ni imperfecto; no es real ni fantasioso; tiene la forma del ojo que lo mira, y la textura de la piel que lo toca. Parece que en su manual de instrucciones dijera en la primera página “haz conmigo lo que se te dé la gana”. Lo único que un buen símbolo no permite, es la indiferencia.
Por eso tal vez el máximo valor del gesto de la devolución de las dos estrellas, planteado por Felipe Gaitán, presidente de Millonarios, es el de provocar un yo pecador colectivo, por los errores y horrores cometidos cuando bajamos la mirada y por gusto o por susto, le tendimos alfombra roja al narcotráfico.
Una sociedad permeada hasta las entrañas por esa lacra siniestra, no se purifica ni con el rewind de una constelación de estrellas ganadas en época de bárbaras naciones. Pero es un símbolo; un gesto digno, que tiene el sabor de una decencia escasa y valiente.
Para criticarlo o apoyarlo, el país lleva 72 horas hablando del tema.
Vaya uno a saber, en ese orden de ideas, cuántas obras de arte deberían descolgarse de las paredes y cuántos convertibles tendrían que volver a los concesionarios; cuántas esculturas a los talleres, y cuántas siliconas coronadas, a los laboratorios; cuántos grifos de oro se cambiarían por PVC, y cuántas piscinas con delfines de mármol se convertirían en el wet’n wild de los renacuajos.
¿A dónde iría a parar el vergonzoso narco-elefante del Proceso 8.000? Quizá podrían recibirlo en lo que subsiste de la hacienda Nápoles, para hacerle compañía a los hipopótamos de ingrata recordación.
El debate está abierto, y está bien que alguien se haya atrevido a levantar la mano para espantar los terigios que tantas veces -por miedo a la vida o a la muerte- nublan la conciencia, las costumbres y la memoria.