PUERTO LIBERTAD
La mayor perversión
EL mundo se volvió un lugar inseguro, y ése –más que el número de muertos, naufragios o atentados- es el máximo triunfo del terrorismo.
Poco tienen que ver los orígenes de las guerras religiosas con las masacres y vendettas cometidas por el narcotráfico; o la sed del petróleo árabe, con las guerrillas latinoamericanas. No comparten motivaciones, métodos ni objetivos. Unas llevan implícitos el fanatismo y la venganza; otras, el lucro desbordado, o la conquista política. En algunos casos el detonador fue la exclusión sistemática; en otros, un denigrante negocio, el desborone de los principios, la anarquía y la obsesión.
Pero todos tienen algo en común: siembran un miedo indiscriminado; en el metro o en el campo; en los edificios emblemáticos, en la tienda de barrio, el estadio, la iglesia o en la calle. Y más grave que el miedo en sí mismo, es el efecto que éste tiene sobre la dinámica de la sociedad: el miedo activa un péndulo que va de la parálisis al heroísmo, y bajo la sombra del péndulo, la vulnerabilidad altera ritmo, percepción y comportamiento individuales y colectivos.
Mientras las grandes potencias y los más bellos mares de Europa se visten de luto, Colombia parecería haber dejado atrás sus peores páginas de terrorismo, bombas y tomas armadas.
Pero como si fuéramos adictos a vivir bajo presión, las principales ciudades de nuestro país han estado en los últimos años presas de la inseguridad callejera; las pandillas que, en solo Bogotá, tuvieron en cinco años un crecimiento del 500%; la puñaleta en el bus, el chingón en el andén, la equivalencia semáforo en rojo = paranoia desatada. Vivimos con miedo, y eso enferma. Es uno de los peores palos en la rueda de la dinámica mental.
Ningún momento es bueno para que un país desconfíe de su policía. Pero ahora, cuando nos sentimos impregnados de inseguridad, como si fuéramos un pañuelo bañado en formol, es cuando más necesitamos tener referentes firmes y confiables.
Aun cuando nos parezca paradójico, nuestra policía –comparada con la de varios países de América Latina- es ejemplo de muchas cosas.
Así es que convendría darle al tema de esta hora negra de la policía, sus justas proporciones; no generalizar, ni armar telenovelas.
Si hay policías corruptos, ineptos o chuzadores, deben salir de la institución y recibir el castigo proporcional. Si los hay con tendencias sexuales diversas, problema de ellos, siempre y cuando eso no comprometa las relaciones laborales adecuadas y el cumplimiento del deber.
Somos antropófagos de vocación, y estaría bien cambiar de costumbre. Sanear lo necesario, con objetividad y precisión. Juzgar, destituir, encarcelar… los verbos que correspondan, ejercidos no para darle contentillo a una sociedad devoradora de sus semejantes, sino para mantener la credibilidad y entereza de las instituciones.
Si no, el policía corrupto habría logrado su mayor perversión, que no consiste en desviar contratos, robar millones o acosar tenientes. La mayor perversión se comete al devastar uno de los grandes activos que no se compra con Master Card: ese intangible imprescindible y maravilloso que llamamos confianza.