PUERTO LIBERTAD
Odiar agota, perdonar alivia
Generalmente se aprende poco de las situaciones superficiales; son las profundas, las que -bien capitalizadas- pueden dejar enseñanzas que modifiquen el comportamiento individual y colectivo.
Una paleta de limón puede ser divertida, pero en términos generales, no nos hará más sabios, ni más nobles, ni más proclives al perdón.
A medida que aumenta la complejidad o el significado de un hecho, aumenta la intensidad de la huella. Si se trata de un beso bien dado, de un indulto, un abrazo a tiempo, o un proceso de paz, las ondas concéntricas de su efecto pueden literalmente cambiar la estructura de personas y sociedades.
Lo que estamos viviendo los colombianos, en términos de ponerle fin a un conflicto armado improrrogable, debería -si aún nos queda algo de sentido de conservación emocional- volvernos más tolerantes hacia la diferencia, y más “desescaladores” de actitudes y lenguajes violentos.
Durante años, de tanto close-up a la represalia y la barbarie; de tantos ataúdes y exilios, nos acostumbramos a convivir con la muerte, con los distintos rangos de violencia y agresión, como si ser odiosos o delincuentes, formara parte del menú ciudadano. Y no. Ninguna expresión de malevolencia tendría por qué ocupar ni un solo dígito de nuestra cédula de identidad.
Algunos senadores, atrapados por el ping-pong de oprobios, se tildan constante y mutuamente de subversivos y de paramilitares. Duelen los maestros víctimas de matoneo por parte de los estudiantes; y duelen los estudiantes desertores o suicidas, por culpa de la discriminación. Mientras los pacientes claman por menos trabas y más humanidad y eficiencia, los médicos acabamos en el ojo del huracán del bullying social; maltratar a los profesionales de la salud se convirtió en deporte nacional, y trabajar por la vida se volvió una misión cada vez más llena de riesgos e ingratitudes. Vivimos, como sociedad, con las ventanas cerradas, las alarmas encendidas, y el miedo en la piel.
Podríamos hacer una larga lista de todas las cosas que funcionan mal en nuestros círculos próximos y lejanos. Y las listas sirven, para despertar conciencia. Pero lo importante, lo urgente, es no quedarse atado a ellas, en una estéril rueda con dientes de autocompasión y martirologio. En algún momento de nuestras vidas, por omisión o acción, todos hemos sido víctimas y victimarios; de algo, o de alguien. Eso no es satisfactorio ni bonito, pero es verdad. Y reconocer la verdad es un must en la sanación de pasado y la construcción de futuro.
Una parte atávica de la población (incluidos algunos medios ridículamente ponzoñosos), siguen anclados al ojo por ojo. Pero cada vez es más la gente que no está interesada en echarle sal a las heridas, y confío en que no sean necesarias más décadas de infamia, para comprender que la nuestra no tiene que ser una sociedad crónicamente atemorizada.
Parece que por fin descubrimos que hay lenguajes más inteligentes que la ofensa; no queremos dedicar la vida a cobrar venganza, ni siquiera a que se haga justicia. Hoy lo que más nos importa es recuperarnos; ya empezamos a comprender que odiar agota, y perdonar alivia.