“Los que sufren son los más vulnerables”
PUERTO LIBERTAD
Cuando los grandes se equivocan
TODO el mal que causamos (y el bien que dejamos de hacer) repercute en uno mismo y en los demás; y como todos no tenemos los mismos brazos de influencia, conocimiento y poder, las ofensas y omisiones de unos y otros, generan distintos impactos. Una cosa es que en un almuerzo de domingo alguien diga un despropósito sobre la biosfera, y otra -muy distinta- si lo dice la NASA, cuando están calculando una misión espacial.
Hay personas y organismos que por su razón de ser y por el papel que desempeñan en la sociedad, deben saber que sus errores nacen con amplificador incorporado. Sus silencios, cuando deberían pronunciarse; o sus exclamaciones, cuando deberían callar, se van expandiendo como ondas concéntricas, inatajables y muchas veces irreversibles. Ése es uno de los precios que deben pagar quienes son considerados referentes en instancias de visión, mediación y decisión.
Un vendedor de la miscelánea de barrio, puede (no debería, pero puede) quedarse con los brazos cruzados frente al dolor y la ira por los deportados de Venezuela, el drama de los migrantes sirios, o el desgarrador escenario de trans-guerra en el que se ha convertido buena parte del Mare Nostrum más lindo del mundo.
Pero la indignante indiferencia de la OEA, y los silencios comprados en Unasur frente al tema de nuestra frontera; la tibia inoperancia de la Unión Europea para manejar el tema de los refugiados, los náufragos y las miles de víctimas que a la deriva huyen de la guerra, son apenas tres ejemplos de lo grave que resulta el efecto, cuando los grandes se equivocan.
Y tal vez una de las peores moralejas ante la ineptitud de quienes deberían ser los más aptos, es que cada quien al estilo del viejo oeste, empiece a tomar la injusticia por sus manos, salga a morder al vecino, a bombardear al enemigo o a levantar muros físicos y políticos, comerciales y conceptuales, en un mundo que cada vez clama con más urgencia, por más puentes y menos grietas. Pero si los que deberían actuar no actúan, es peligrosamente fácil que quienes no saben hacerlo y están sumidos en el desespero, tomen medidas oscuras y absurdas.
Cerrarle una puerta a una persona, a un pueblo o a una idea; o dejar a alguien con la mano sola y extendida, es una decisión que debería tocar lo más auténtico de la conciencia individual y colectiva.
Lamentablemente, nos hemos llenado de cerrajeros a la inversa, expertos en instalar cerraduras que en vez de proteger, lastiman; inabribles por ningún lado de la puerta, porque alguien arrojó la llave en el cráter de un volcán en erupción de intolerancia.
Y como si fuera poco y como siempre, los que más sufren son los más vulnerables: niños, ancianos, enfermos, indocumentados, marginados de todo y de todos, pobres en las múltiples dimensiones de la pobreza.
El desplome del petróleo y el comportamiento del dólar y el euro hacen temblar el mundo.
El desplome de la solidaridad y el comportamiento de los cobardes y los violentos, lo pueden acabar.