PUERTO LIBERTAD
¿Qué sentirán?
Esta semana, en una prisión de Texas, el hispano Daniel Lee López murió por una inyección letal que él mismo pidió para ahorrarse veinte años de espera, tensión y cautiverio.
Aceptó su culpa en la muerte de un policía a quien atropelló cuando huía de otro agente, y en contra de sus abogados, a los 27 años de edad, se declaró listo para morir.
Desde el regreso de la pena de muerte en 1976, el Estado de Texas la ha aplicado en 528 casos. Diez entre enero y agosto del 2015. En estos 39 años, 1.411 presos han sido ejecutados en los Estados Unidos.
¿Qué sentirán? ¿Qué sentirán quienes reciben y quienes aplican la inyección letal? ¿Qué sentirán quienes niegan las apelaciones? ¿Qué sentirán los que observan al otro lado de la ventana; y las familias, el cura, el alguacil y el gobernador; los legisladores, los jueces, los fiscales acusadores y los abogados defensores?
La institución de la pena de muerte me revuelve las entrañas, y mi rechazo es tan grande, que no la justifico ni aun frente a los peores asesinos (por ejemplo, el padrastro que vimos en las noticias, señalado de abusar sexualmente y asesinar a una chiquita de dos años, probablemente con la complicidad de la mamá de la niña).
Creada en épocas de bárbaras naciones, y con un monstruoso auge durante la Edad Media, en el siglo XVIII comienza a repensarse el valor (punitivo, ‘ejemplarizante’, etc.) de la pena capital. La han defendido escritores como Rousseau en su Contrato Social, y la han atacado pensadores como Voltaire y Unamuno.
Hoy, en un incipiente siglo XXI, la pena de muerte es permitida y aplicada en países como Bielorrusia y Estados Unidos, Botswana y Japón, India y Guatemala.
En la China la corrupción política se castiga con la pena capital (sin comentarios); y hace unos años, en un estadio de Corea del Norte, en la provincia de Pyongan Sur, se llevó a cabo frente a 150.000 personas la ejecución de un empresario acusado de haber intentado trece veces, comunicarse con el extranjero.
Guillotina, horca y hoguera; inyección y silla eléctrica; fusilamiento y decapitación, han sido los métodos de pena capital más usados, por una fracción del mundo que parece más interesada en la venganza que en la justicia.
Además de atropellar el inalienable y sagrado derecho a la vida, la pena de muerte parte de dos premisas a cual más de falsas y peligrosas: una, que la justicia no se equivoca; es decir, que quien fue hallado culpable de un delito, efectivamente lo es. Y dos, que el ser humano no es sujeto-objeto de resocialización; que la batalla está perdida y el criminal debe ser desechado del mundo de los vivos.
Y ni qué decir de la pena de muerte extralegal, la cotidiana, la del semáforo, la del puñal que mató al bomberito que hablaba por celular. Me abruma la muerte; la impuesta, la injusta (¿cuál no lo es?), la estéril, la que no perdona ni es perdonada. Una y mil veces prefiero apostarle a la vida, y perder, que apostarle a la muerte, y perder al ganar.