“Ir a Turquía es viajar a otro mundo”
PUERTO LIBERTAD
Las voces de Estambul
Merhaba. Volví. Aquí estoy, cautivada por las voces de Estambul, los azules de cuatro mares, y el abrazo de un país tejido con hilos de rocas y aguasal, girasoles y mezquitas, ovejas, olivos y misterios. Gente cálida que sonríe con generosidad; mujeres gruesas, con las manos arrugadas por los años y el sol, y la cabeza cubierta por largos mantos de algodón.
Durante el Ramadán -noveno mes del calendario lunar de los musulmanes- el canto/lamento sale de los minaretes para convocar a la oración. A las 2 de la madrugada el ritmo de un tambor potente y solitario desfila por las calles; y antes de las 6 de la mañana, bandadas de gaviotas blancas sobrevuelan la ciudad. Son las voces de Estambul.
Los creyentes ayunan desde el amanecer hasta la puesta de sol, y poco antes de las 9 de la noche, cientos de familias reunidas en los parques, sentadas sobre manteles de cuadros y tapetes de lana y seda, aguardan el anuncio del ocaso para empezar a compartir sus bandejas de garbanzos y kebab, berenjenas, panes y lentejas. Grandes jarras de rojo granada y amarillo naranja, mitigan la sed del verano.
Ir a Turquía es viajar -en sentido real y figurativo- a otro mundo.
Es sobrevolar en globo las rocas volcánicas de la Capadocia, y entrar a las diminutas capillas de los cristianos, ocultas entre las cuevas; nadar en Hierápolis (patrimonio de la humanidad), sobre las columnas del viejo imperio romano, hundidas en la piscina de Cleopatra; caminar entre las aguas transparentes de la pétrea blancura de Pamukkale (que traduce y representa castillo de algodón). Mirar desde un balcón de flores en Bodrum o en Kusadasi, el azul intenso del Egeo y los barcos… cientos de barcos… Sencillos y pequeños, despellejados por la sal y las olas, habitados por pescadores y canastas de mimbre; inmensos transatlánticos llenos de turistas; yates de Italia, Francia, Malta y Turquía. Barcos que durante el verano apagan motores entre las 8 y 9 de la noche, y se quedan dormidos, mecidos por un mar ya no azul, sino dorado.
Viajar al país de la luna, los rezos, el azafrán y las almendras, permite recorrer en un mismo día el estrecho del Bósforo, llegar al Mar Negro, bañarse en sus aguas frías y azules, almorzar en Asia y al regreso, tomar té de manzana, en un andén europeo.
En Estambul, los puentes colgantes son más que un prodigio de ingeniería: son los vasos comunicantes entre la cultura occidental y oriental, sincretismo (mas no fusión) de dos maneras de pensar, actuar y ser.
De Estambul me traje las voces de la fe y la memoria, de las aves de mar y los comerciantes de pashminas, espadas y curry. De los pueblos, la voz de los abrazos, de matronas desconocidas que regalan raviolis con yogurt, y mandan besos desde una callecita habitada por tejedores y artesanos. Del Egeo, la voz del mar azul turquesa, azul infinito, azul transparente, vetado para el olvido.
Volví. Y quise compartir con ustedes, en nuestro Puerto, un velero de luz y gratitud.