En un carro de aguas frescas
Temas críticos como las decisiones de la OPEP, los niños indígenas retenidos por las Farc y nuestro deshonroso puesto 94 en el corruptólogo de Transparencia Internacional, tendrán que esperar. El mundo sigue su curso en el discurso del caos, pero las palabras de hoy están comprometidas con un héroe que siente miedos, y no sabe volar; un niño crónicamente antojado de paletas y abrazos, y cuyo nombre y domicilio ignoramos; un ladronzuelo que tiene código de honor; un loquito de sombrero chaplinesco, y movimientos extraños; y un médico que en vez de maletín con tensiómetro, carga una bolsita de papel donde lleva “los rencores, las envidias y esos defectos”, para tenerlos guardados “y no soltarlos para ofender a la gente”.
Si usted tiene entre 4 y 100 años -y una tendencia a la feliz simplicidad, completamente a prueba de madurez- ya sabe que me refiero a Roberto Gómez Bolaños, el irrepetible y amoroso Chespirito; el hombre con la capacidad casi mágica, de trascender y conmover.
De él, dice la fisiología corporal, que murió en Cancún el 28 de noviembre; pero la filosofía del cariño, afirma que la inmortalidad consiste en quedarse para siempre en el corazón que pasa de generación en generación, construyendo el intangible de la recordación popular.
Él habita el alma, la risa y el asombro, de millones de niños sin edad, entre México y la China, Brasil y Tailandia, Nueva York y Moscú. Seguidores en 50 idiomas, han sido huéspedes o testigos de los maderos de su barril, su vecindad, su ternura casi torpe y casi eterna.
El Estadio Azteca, lleno de Chavitos y Chapulines, flores blancas y oraciones, palomas y mariachis, se convirtió el domingo en la voz y el corazón de México; en el abrazo extendido de América Latina, y el tributo al hombre que logró transformar con la pluma y las cámaras, la más ingenua y sencilla cotidianidad, en ingenio, humor y ternura universal.
Antropólogos, comunicadores y sociólogos, han abordado las reflexiones que se desprenden “sin querer queriendo”, de las venturas y desventuras de los personajes que creó don Roberto.
Algunos intelectuales de verdad -y otros de oportunidad-, criticaron que México se le hubiera volcado en homenajes, misas y desfiles, mientras el país no encuentra aún, respuesta a la desaparición de sus 43 normalistas.
En ese orden de ideas, los colombianos no tendríamos derecho a bailar al ritmo de Carlos Vives, estremecernos por James, o despedir a Gabo en largos cortejos de mariposas amarillas. ¿Cómo -se preguntarán- nos permitimos expresar emociones y vestirnos de cotidianidad o de magia, mientras las Farc siguen haciendo de las suyas; los presos se enferman de hacinamiento; y el 29% de nuestros compatriotas vive por debajo de la línea de pobreza?
Podemos, porque hasta los cactus tienen flores; uno tiene que salvarse de la adultez y la derrota; y de vez en cuando decirle a la muerte: “¡Cállate, cállate que me desespeeeeeras!”
Al fin y al cabo, los hombres como él no se mueren: sólo cambian de vestuario, y en un carro de aguas frescas, trastean su vecindad al Cielo.
Para usted, Don Roberto, mi dulce respeto y gratitud. Siempre.