Gloria Arias Nieto | El Nuevo Siglo
Viernes, 21 de Noviembre de 2014

Sinfonía

Llegó  a  mis manos La Oculta hace apenas unas horas. Tiempo insuficiente para recorrer sus 334 páginas, sentir su olor a tierra mojada y oír cómo se ahogan las burbujas de oxígeno,  en la oscuridad del lago.

Tiempo insuficiente para asistir al funeral de Anita,  descubrir la historia de Jericó, o la relación con Jon -el hombre hermoso- allá, en Nueva York; ver el color del caballo Amigo, y oír la voz de los tres hermanos  que van contando esta historia de montañas entrañables, familias de vivos y muertos, y arraigos eternos.

Si es cierto que en  tres horas no se lee una novela,  cuando uno tiene en sus manos un libro que por una o cien razones le resulta bienamado, no se necesita más de un parpadeo de la memoria, o un abrazo del corazón literario, para querer que no se acabe la noche antes de haber llegado a la última página.

Eso me pasa con los libros de Héctor Abad Faciolince. Uno empieza a leerlos, y así la madrugada se vista de ojos rojos, simplemente no se puede parar de leer. Imposible interrumpir La Oculta en medio del incendio que se llevó los muebles de los  bisabuelos; o sin saber qué pasó con el secuestro de Lucas... Ni siquiera puedo cerrar el libro antes  que salga el pan caliente, en la panadería de la mamá.

Dicen que hoy  es noviembre, pero en La Oculta corre un triste marzo, con ropa de cementerio y maquillaje a los muertos. Aún no sé quién se hará cargo la próxima Navidad; cómo se sienten  las gotas de naranja dulce chorreando por las manos; o dónde van a parar los miedos de los ahogados, o las cartas que nunca se escribieron.

De repente, al pasar alguna página de La Oculta pienso que me gustaría tener muchas cajas de Lego; pero que en vez de fichas y diminutos ladrillos de plástico, estuvieran llenas de palabras y abecedarios.

Amo leer a Héctor Abad Faciolince, porque me  llega al alma. Al alma literaria, al alma cotodiana, al alma que ha tocado la ausencia,  la primavera, el amor y sus exilios. Siento que sus libros me han acompañado toda mi vida, así yo haya nacido unos años antes que él. Y que me sigan acompañando, como el viento que nadie ataja, como los árboles innominados,  el repudio a la violencia y la pasión por la palabra.

En el Museo Nacional, en una noche helada, llena de serendipias y afectos reencontrados, dijo Héctor que él quisiera que sus novelas se leyeran como una sinfonía, sin tener que explicar nada. Creo que su deseo está cumplido. Uno no tiene por qué explicar una puesta de sol, una apuesta por la vida, o a qué horas se borran las sombras. No  hay que explicar la curva de las montañas, la soledad de la lluvia o  el eco de un violín. Ahí están, y como sus libros, no necesitan explicaciones. Necesitan un par de noches con estrellas, un flumaster amarillo, y tener serenos y abiertos, los ojos del corazón.

Héctor, gracias por eso. Gracias por todo.

ariasgloria@hotmail.com