Yo le creo a Ana María
Todos dicen lo mismo: la niña generosa y solidaria que creció en el Popayán del post-terremoto; la mejor alumna del Colegio San José de Tarbes, y de la facultad de medicina en la Universidad del Cauca, es inocente. Y yo, sin ser abogada, amiga, alumna o maestra de Ana María González, les creo.
Y no por identidad profesional, nacional o de género. Lo hago porque la vida da muchas vueltas, pero no tantas como para que una médica amada, respetada y admirada por condiscípulos, profesores y pacientes; comprometida desde el Anderson Cancer Center (cima de la ciencia), con la lucha por la vida, la investigación oncológica y el tratamiento de mujeres con cáncer de seno, se convierta porque sí, en una calculadora delincuente, capaz de envenenar a un señor que prefirió a otra mujer. Es tan inverosímil, como pretender empatar la primera mitad de La historia de San Michel (libro cumbre del médico, escritor y humanista, Axel Munthe), con la segunda mitad de El Exorcista. Así de disociadas sonaron las acusaciones de la fiscalía en el tribunal texano, versus 43 años de brillo, bondad y decencia.
Yo, a la doctora Ana María, le creo. No estoy diciendo que tenga pruebas de su inocencia. Estoy diciendo que le creo, por sentido común y sentido humano; porque aprendí a conjugar historia y percepción; fe, lógica y corazón. Le creo a Ana María, y a quienes siempre han confiado en ella.
Duele todo: ella y su familia; las mujeres que posiblemente acaben muertas, porque quien hubiera podido salvarlas, está sentenciada a 10 años en prisión. Duelen las investigaciones bloqueadas a mitad de camino y que, según parece, llevarían a sustituir la quimioterapia, por algo menos devastador y más efectivo.
Duele la aparente parcialidad de este episodio del sistema judicial norteamericano, porque -hasta donde vimos- no se escuchó a quienes conocen las condiciones humanas y profesionales de Ana María.
Sin tener pruebas, jurado y juez tomaron decisiones arbitrarias, y ratificaron la ecuación 'colombiano = estigma'.
Me enferman la injusticia y la complicidad del silencio.
Entiendo que a los gringos les importe un comino que Ana María pertenezca a la alta sociedad de Popayán. Pero no pueden ignorar que ella es parte de la alta sociedad de la investigación científica; pertenece a una elite de sabios altruistas que le están dedicando su propia vida a salvar la de los demás. A salvarla, no a hundirla.
Más que un juicio, todo parece haber sido un maleable prejuicio. Y ni mencionemos posibles intereses creados (en todas partes se cuecen infamias).
¿Qué sigue? Apelación, manifestación, protesta diplomática, voz de la comunidad científica? Todo menos pasar la página como si nada. Increíble que los amigos del famoso carpintero de San Vicente del Caguán, hayan hecho más presión positiva, que la comunidad diplomática, de médicos y pacientes que en ambas latitudes luchan contra el cáncer.
La voz es voz, si se hace oír. Si no, es cobardía, indiferencia y vergüenza. Y ninguna de esas tres cosas sirve para construir vida y lograr justicia.