PUERTO LIBERTAD
La costumbre del miedo
Érase una vez un mundo incipiente, despoblado y sumido en el silencio. Desde antes de consolidarse el primer embrión del pensamiento humano, ya un ser supremo hablaba del infierno. Siglos apilados unos sobre otros como torres de libros deshojados, leídos y curtidos en las aguas de siete mares, empezaron de prólogo a epílogo, a erigir la cultura del miedo.
Con distintos lenguajes según raza, creencias y coordenadas, se amenaza con la oscuridad, el fuego eterno y el castigo divino; la cárcel, la sanción social o -quizá- el manicomio. Amenazas y advertencias como elemento de crianza, como tinta en la escuela y letra del manual de funciones; en las sagradas escrituras, en los cuentos de infancia, y en las instrucciones para abrir una lata de anchoas.
Nos acostumbramos desde siempre a vivir advertidos y/o amenazados, y perdimos la cuenta de todas las cosas que hacemos no por convicción sino por miedo. Es como un fenómeno de alienación perpetua, del que cada vez cuesta más desprenderse, porque la costra de la intimidación se adhiere a nuestra piel frágil y humana.
Madurar como personas y como sociedad, debería llevar implícita la decisión de obrar porque se cree en algo, no porque se le teme a algo. Se dice -y lo comparto- que lo único a lo que deberíamos tenerle miedo, es al miedo mismo; a que el temor nos doblegue la voluntad, el libre albedrío, las palabras, el amor, el cronómetro interno de esta vida tan aleatoria como efímera.
Estamos llenos de drones, cámaras ocultas, y ojos que acechan detrás de las ramas. Adán y Eva expulsados del paraíso. Niños expulsados de las escuelas. Hijos expulsados de sus casas. Viejos expulsados de la memoria.
Caerá sobre no sé quién todo el peso de la ley (y primero cae la ley). Asaltos callejeros a plena luz del día y a plena oscuridad de la noche. No importa qué nos quiten, nos roban la tranquilidad y la confianza.
Necesitamos construir códigos de convivencia que no giren alrededor del miedo; y se pueda decir lo que se piensa, y se le tema más a los que callan que a los que hablan.
Las autoridades amenazan a los delincuentes y los delincuentes a los ciudadanos; los padres amenazan a los hijos, y los hijos se gradúan en bullying avanzado; los manifestantes intimidan el estamento, y el estamento contesta con tanquetas. Aquí no hay causas no causadas… Casi todo tiene su origen, claro y preciso; puntual y muchas veces perverso. Y al final, como un casco que constriñe el cráneo, queda la guerra como la más dura expresión de la amenaza cumplida. Cruel y devastadora; ¡tan torpe como manifestación social, y tan triste como pérdidas humanas!
El genial Maurits Cornelis Escher, el constructor de lo imposible, se habría ganado en Colombia más que todos los premios de arte, los premios de sociología. Él ilustra como nadie la etiología del comportamiento y el ritmo de la sociedad. Lástima que haya muerto hace más de 40 años. Hubiera sido un buen comensal en las mesas de La Habana.