No me pude callar
Luis Cano, hombre íntegro y brillante periodista, decía que ante ciertas infamias uno debía dar “la cachetada de la indiferencia”; un equivalente a lo que hoy llamamos el “ninguneo”.
Así es que estuve pensando si frente a la columna de Fernando Londoño (miércoles en El Tiempo), yo debía ningunear o escribir.Como en general el mutismo no me ha resultado muy viable, ni modo:
el título de la diatriba de Londoño es insidioso y perverso, y parecería que su autor no distingue entre columna y calumnia.
Quienes han seguido este Puerto, saben que no he sido históricamente santista; pero el Santos elegido resultó infinitamente mejor que el Santos candidato: conciliador, y diametralmente opuesto al continuista que temimos quienes estábamos saturados de beligerancia y rencor.
Así es que heme aquí, más que defendiendo a dos Santos, defendiendo un esfuerzo por terminar la guerra con algo distinto a los Black Hawk; y clamando por el rigor periodístico y el rechazo a la falsedad.
El escrito de Fernando Londoño es injusto y arbitrario. No es un desafío, es una vergüenza.
En cambio, resultó limpio y preciso el editorial de ese mismo día en El Tiempo. Comprendo la decisión del periódico de no caer en la trampa de vetar la columna, para que a los dos minutos de no publicada, el martirologio periodístico de Londoño le hubiera dado la vuelta al mundo en redes sociales y titulares de ultraderecha. Pero alguien tendrá que poner el cascabel, porque decirse columnista no equivale a tener la potestad de girar cheques en blanco a la injuria, firmados con la agria caligrafía de la difamación.
Ni Juan Manuel ni Enrique Santos Calderón merecen los señalamientos que de manera visceral e irresponsable, escribe Londoño. El primer tomo de Santos Presidente tuvo el valor de cambiar de rumbo; no era fácil apostarle a la paz, cuando la guerra era más taquillera que la conciliación. El tema es cada vez más difícil, y sin embargo, él persevera. Si es por interés electoral o por genuina búsqueda de la paz, a estas alturas no me importa; mientras el resultado sea que nos dejemos de matar, y podamos invertir más presupuesto, tiempo y pensamiento en desarrollo social que en fosas comunes, vale la pena.
Y respecto a su hermano Enrique, ya quisiéramos muchos colombianos, tener un hermano como él: lúcido, brillante y comprometido con el rescate intelectual y crítico de una sociedad que estaba a punto de naufragar en maremotos de venganza y resentimiento, decidió meterse en la boca del lobo, echarse medio mundo encima, e intentar la paz; no para él, sino para el país.
No sé si Enrique haya recibido las bendiciones a las que irónicamente se refiere Londoño. Lo que sí sé es que tiene mi admiración y reconocimiento, y no soy ni celestina, ni violenta ni marxista. Soy, simplemente, su eterna discípula, fan de la vida, de la inteligencia constructiva, y de quienes creen que una palabra vale más que mil balas.
Posdata. Uber se queda; suficiente manguala entre alcaldía y taxistas, y los bogotanos merecemos una opción decente de movilización.