Morir y reinventarse
El buen periodismo informa sin sesgos. Piensa, y ayuda a pensar y a tomar decisiones conscientes. Construye independencia. Cuestiona. Es justo y valiente; respeta y defiende lo cierto, y reconoce cuando se equivoca.
Vive para la construcción de mejores seres humanos y mejores sociedades. No es servil ni escandaloso. No le importa el lucro invertebrado, sino la mirada rigurosa de los hechos. Y se declara orgullosamente culpable de ser cómplice de la verdad.
A 180’ de distancia -en la otra orilla de la comunicación- hay un engendro que no es periodismo, sino ferocidad con micrófono, cámara o teclado; le vende su alma a la infamia y la calumnia. Unos lo llaman amarillismo; yo lo llamo maldad: ramplona y mediocre maldad.
Cuando una víctima es atacada por él, demanda, se desmorona, cae en el ostracismo, o intenta pasar la página.
O hace algo valiente para sublimar las tristezas; llenar de dignidad los vacíos, y retomar con una mezcla de templanza, fuerza -y hasta alegría- las riendas de su vida. Viento en contra, para elevar cometas. Esto último fue lo que hizo Luly Bossa.
El nombre de un amigo a quien quiero y respeto desde siempre, me llevó al Teatro Nacional. Todo lo que hace Germán Quintero sobre un escenario, tiene la garantía de ser un trabajo inteligente, bien logrado, y lleno de humanidad.
Escrita por la actriz, dirigida por Germán, y pensada por ambos, “Y si me caso, qué?” es un testimonio de soledades en busca de redención, y una enorme prueba de valor; 90 minutos de voz y voto por la vida, y por el amor -tantas veces tan esquivo-. Un homenaje a la mujer caribe, representada en Chavela; una madre que murió durante el montaje de la obra, a los dos meses de que su hija le escribiera su canción. (Claro, la muerte -terca como la noche- no sabe que la madre siempre seguirá viva).
Luly Bossa se toma el escenario, como si fuera un trago de vodka. Canta sus propias canciones, sus momentos que le han tejido y descosido la vida; se ríe y se llora de ella misma, y uno acaba tan metido en su historia, que el monólogo se transforma en un diálogo de confesiones y memorias, entre ella y los espectadores.
Su ADN está lleno de música. Su papá -melómano consumado- tenía el mejor equipo de sonido de la costa Caribe, y los vecinos llegaban el andén de su casa, a oír conciertos de música clásica, de son cubano y de Celia Cruz.
Luly tiene su ángel propio: Angello, su hijo de 12 años, hoy desescolarizado, por cuenta del más infame de los bullying.
Angello tiene una mirada que abraza; y la debilidad de sus músculos nunca será mayor que la dulce fortaleza de su alma.
Mis respetos ante una mujer que no se ha dejado de la vida.
Y gracias a ella y a Germán, por recordarme que el corazón humano -tan fuerte y tan frágil- es capaz de morir y reinventarse cuantas veces sea necesario; como las olas de ese mar, donde ella nació.