Quemaduras de tercer grado
Escribo esta columna en la mañana del jueves, cuando todavía no se conoce el desarrollo de las marchas; espero equivocarme, pero presiento que la capital no saldrá bien librada.
Bogotá solita -así no se uniera a ninguna causa campesina- tiene bastantes motivos de rabia; ha padecido al menos dos administraciones distritales consecutivas, a cual más de infaustas: la del combo Moreno, por taimada y deshonesta; la actual, por errática, y adalid de la más ramplona demagogia.
Así las cosas, con o sin aranceles camioneros, con TLC o sin él, Bogotá está enardecida, y en río contaminado, es fácil que afloren sentimientos hostiles, desmanes y violencia.
Llevo más de 40 años protestando contra los paros, porque considero que suspender actividades productivas como estudiar, enseñar, curar enfermos o sembrar café, no contribuye a que se mejoren las cosas, sino, por el contrario, contribuye a empeorarlas. Pero, pensemos.
Hoy no quiero hablar de las causas -a mi modo de ver bastante justificadas- del paro agrario. Ni de las exigencias de los ciudadanos que hoy saldrán a las calles, olla o piedra en mano.
Hoy quiero pensar sobre lo que hemos hecho y dejado de hacer -el llamado estamento, los medios de comunicación, el alto, medio y bajo gobierno, y todos quienes hemos tenido alguna rienda en las manos- respecto a las formas y lenguajes utilizados para expresar inconformidad: no hemos sido capaces de crear escenarios y mecanismos suficientes, para que -por las buenas- a la gente le paren bolas.
Ningún noticiero cubriría una serena reunión de maestros, paperos o enfermeros, conversando alrededor de un tablero, sobre las falencias de sus respectivos trabajos y sectores. En la escala de 1 a 10, a la opinión pública le importaría 0,002 la respetuosa carta de un camionero, al ministro de Transporte, contándole sus pesares; y así tendríamos mil ejemplos de protestas pacíficas, pataleos silenciosos y expresiones civilizadas, a las que nadie voltearía a mirar.
La verdad es que a la violencia y a las vías de hecho se les presta más atención que al raciocinio civilizado.
Parecería que hasta que las piedras de acuario no se conviertan en meteoritos, ni a la sociedad ni al Estado le importan las cosas que desde siempre le han debido importar.
A la misma gente que de micrófonos para afuera defiende la democracia, no le tiembla el pulso para discriminar a las minorías, abusar de las posiciones dominantes, controlar los precios de lo bueno lo malo y lo feo, abrir y cerrar la llave de los mercados, y apachurrar como patacón, la dignidad de las personas.
Fundamental pensar con seriedad en la etiología de la crisis, y las soluciones de fondo. Pero también gastémosle tiempo a construir mecanismos de expresión inteligentes, decentes y productivos, que les permitan a los colombianos hacerse sentir con la fuerza de las ideas, y no con la desquiciada torpeza de los tornillos explosivos, y las papas-dinamita.
Dolerían mucho las quemaduras de tercer grado, si nos explota entre las manos del paralelo 12º Norte y 4º Sur, un país marginado por su propia gente.