“Otredad”
Cada vez que subo a un avión; o salgo de mi casa y cruzo una calle, un continente o un mar; cada vez que subo a un barco de madera, ratifico que ni el mejor geógrafo podría definir en un mapa las coordenadas de la realidad. ¿Realidad según quién? Mendigos, novicias y sargentos; príncipes y presidiarios; bailarinas y leñadores… La realidad de unos, puede ser la máxima expresión de irrealidad para otros, y esa aproximación a la “otredad” es una de las cosas que más valoro de los viajes. Viajes al interior de mí misma, y al otro lado de mis cuatro paredes, de mis fronteras de persona y de país, y de las barreras que por herencia, aprendizaje o memoria, se han ido entrelazando con mi espiral de ADN.
Moscú. Mi pasión por la libertad se sintió asfixiada frente a las siete moles de cemento y piedra, construidas por Stalin. La ciudad pesa, y aun con el cielo azul, el aire es hostil; monumentos enormes, paredes grises y cúpulas de inmensas cebollas de oro; testigos mudos de revoluciones, exilios y opresiones; del devenir de gente apresurada, que corre entre el forro de su piel pálida, y lo que parecería ser un espíritu insondable. Testigos de una sociedad que respeta lo público, cultiva las artes, y raramente devuelve una sonrisa.
Nunca había visto tantos hombres llevando en sus manos ramos de flores; y tampoco había visto un lugar donde tantas mujeres lloraran desconsoladas en las bancas del metro. En los andenes la gente se cruza, se empuja y compite por un centímetro de piso, pero no se mira ni se reconoce como colega de la especie humana. Y bueno, cuando alguien es amable, lo es con extraordinaria generosidad.
En el Kremlin, las iglesias atiborradas de iconos de oro, me generaron más confusión que belleza. La Plaza Roja, imponente, muda y ajena. Parques verdes, preciosos, con triciclos, helados y niños de ojos grandes. Seguramente Moscú es una ciudad coherente con su realidad; pero como yo soy coherente con la mía, salí atorada.
Luego de 4 horas en tren, la sensación de oxígeno vuelve al corazón y al espíritu, y una San Petersburgo llena de canales, gente grata, políglota y bonita por dentro y por fuera, le desamarra a uno los nudos de la garganta y la piel.
Allí, el cielo es mucho más que azul: es libre; es tranquilo y grato. El aire se mueve; los canales, y la cercanía del golfo de Finlandia y de un Mar Báltico como de novela, le dan a la ciudad una delicia especial. Europa se siente en todas las esquinas. Detrás de cada puerta podría haber un duende; incluso, un amigo.
Los árboles suenan, la gente y la naturaleza parecen tener perfecta conciencia del verano, y uno sigue siendo un extranjero, pero no un extraño. Las noches blancas están hechas para soñar despierto, y ¡doy gracias por haberlas sentido!
Abróchense los cinturones. ¿Abróchense a la realidad? Vamos a aterrizar en el aeropuerto de Barajas. El piloto y mi límite de 500 palabras parecen estar sintonizados. Ciao. Hasta la próxima semana.