El sabio que dialogó con la vida
Cuando muere un hombre sabio, un pedazo de la humanidad queda huérfano; y un dolor agudo, sereno y profundo, se palpa en el punto donde se cruzan el intelecto y el sentimiento. Eso fue lo que sentí el sábado, cuando pasaba frente a la pobreza descalza de la Boquilla, y supe que el profesor Guillermo Hoyos (el Guillo amigo) había muerto.
El viaje de Guillermo estaba anunciado, pero eso no lo hace ni menos triste ni menos grave, para la conciencia moral de un país como el nuestro. La voz de Guillermo fue la voz de la sabiduría, de la ética civil, de la construcción de una sociedad correcta.
Nunca ocultó su rechazo a la doble moral, a la hipocresía, al "silencio de los inocentes" y a las voces de conveniencia que tantas veces emiten los altos jerarcas de la política, la Iglesia y los monopolios.
Sus expresiones -desafiantes como la independencia misma- estaban fundamentadas en la ética y en la decencia del alma; sin desgastarse en ataques personales, se pronunció cuantas veces fue justo y necesario en contra de todo aquello que atentara contra la posibilidad y la obligación de construir un país respetuoso e incluyente. Repudió la guerra, el abuso de poder, la prepotencia y la egolatría.
Enseñó, trabajó y escribió por hacer realidad el sueño de una sociedad que pudiera mirarse al espejo sin sentir vergüenza. En su cuerpo menudo y su espíritu grandioso, dialogaron la sabiduría, la ternura, la literatura y los amigos. Dialogaron la vida y la condición humana.
Le dolieron como en carne propia, los bombardeos y las masacres; la condensación de la riqueza y la expansión de la pobreza.
Filósofo en todas las neuronas de su espíritu, fue irreverente frente a la autoridad por decreto, y ante la ignorancia investida de poder. Pero a diferencia de tantas irreverencias vanas que inútilmente se estrellan contra el mundo, la suya fue una irreverencia constructiva, digna y brillante, pacífica y moral.
Por sus manos caminaron los ecos del muro de Berlín y las voces del París del 68; creo que se inventó una anti-memoria para los dogmas, y atravesó las puertas de la teología y los cristales de la filosofía.
No fui su alumna en aulas convencionales, pero la vida me permitió ser su discípula en la Asociación Nacional de Bioetica ‘Analbe’, en mi hospital, en las columnas del periódico, en los mensajes que tantas veces nos cruzamos cada vez que algo nos conjuraba alrededor de una utopía.
El día que murió, escribí en Facebook algo que quiero traer a nuestro Puerto: 'Guillermo... eternamente respetuoso de la conciencia propia y ajena. Pensador de palabra, convicción y vocación; un Amigo con mayúscula, del que siempre aprendí como si me asomara a un telescopio y -al mismo tiempo- me abrazara una palabra profunda, íntegra y sencilla, como sacada del fondo del mar. Que toda la sabiduría que compartiste, se convierta en paz para ti’.
Guillo, no sé dónde estás; pero tu vida y tu muerte hacen lógico y necesario creer en la eternidad. Gracias por eso, y por todo.