Nuestros cielos plomados
Todo arranca con el estruendo de un trueno metálico y sucede con la rauda repentización de un relámpago mortal. Es como un parpadeo del infortunio, una milésima de segundo que jamás tuvo que ser. Las probabilidades de que acontezca la tragedia son matemáticamente risibles e inviables, hay que hallarse localizado en las coordenadas quirúrgicamente más precisas y justo en el momento menos indicado para convertirse en el desdichado target de una bala perdida que por fin se encontró.
Pero contra todo optimista pronóstico, aquel nimio proyectil librado al azar del viento y la gravedad acierta en impecable parábola a su desconocido objetivo con una escalofriante certeza y aterradora frecuencia. El resto es una cadena de eslabones bien sabida por todos: el impacto fulminante, los tejidos destrozados, el derribo de bruces, la confusión de los presentes, la prisa al hospital, el diagnóstico de no creer, las lágrimas resignadas, la espera inmóvil, el reportaje del noticiero, el dolor de patria, el adiós definitivo, la ira vengativa y el olvido pasajero.
Cada enero la historia se repite, como un macabro déjà vu de nunca acabar. ¿Hasta cuándo hay que seguir temiendo que la munición cobarde de un cretino nos arranque la vida en un suspiro? Es absurdo que tanta sangre vista no nos haga reaccionar ante el inminente desarme que exige esta nación.
Siempre habrá alguien allí afuera dispuesto a celebrar cualquier borrachera con tiros al aire, tratando de sentirse como el mafioso que nunca fue, y si el Estado más encima le facilita los medios para su frustrada fantasía, no habrá resguardo seguro contra nuestros cielos plomados. Estaremos condenados a vivir acorralados por el miedo de aquellos atardeceres festivos que traen consigo una infestación de metralla que les surca a velocidad terminal.
No podemos caer en la paradójica falacia planteada por Estados Unidos tras el tiroteo en la escuela de Newtown, según la cuál se prefiriere abordar la problemática proliferación de armas tangencialmente en vez de enfilar destacamentos contra el origen que son, obviamente, las armas mismas. Es así como optaron por paliar las consecuencias dotando a los niños con mochilas a prueba de balas porque consideran como una traición mayor restringir la venta de máquinas de matar. ¿Qué futuro tiene una sociedad donde la terquedad de los padres puede más que la inocencia de sus hijos?
Colombia tiene que recoger los arsenales urbanos que andan sueltos por la calle y restringir sus permisos a la mínima expresión. Es una cuestión de lógica simple entender que no habrá balas perdidas si no hay con qué dispararlas. De lo contrario, envejeceremos en una interminable recolección de casquillos diciembre tras diciembre, mientras extraemos proyectiles de los cráneos de nuestros hijos, sembrados allí por la intransigencia de los gatillos que pudimos callar y no quisimos hacerlo.
Obicter Dictum. Tantas prioridades legislativas que tiene Colombia y nuestros senadores están preocupados por quitar a Panamá del escudo para tejer a San Andrés en su lugar... ¿No les da coraje saber que nuestros impuestos pagan el sueldo de esos honorables parlamentarios?
@FuadChacon