Llanto de flores marchitas
El sádico homicidio de Rosa Elvira Cely parece un mal relato emergido del lado más oscuro y retorcido del mismísimo Edgar Allan Poe. No sólo por la familiaridad de un lugar tan común como lo es el Parque Nacional, al que ya nadie podrá volver a ver con los mismos ojos, sino también por la sevicia afiebrada que el iter criminis destilaba, la maquinación siniestra de los medios utilizados y la sonrisa cínica de su perpetrador. Allí convergieron todos los repugnantes ingredientes de un naufragio anclado en el fondo de la perversión por antonomasia.
Por este hecho Javier Velasco no verá la luz del sol hasta dentro de 48 años, aunque debieron ser 60 como pidió la Fiscalía. Aún así, estas casi cinco décadas de condena no pueden eclipsar la preocupante conclusión de esta macabra historia: La violencia contra la mujer está desaforada en Colombia y ellas se encuentran abandonadas a su suerte. Para la muestra el absurdo botón de este hombre, quien poseía un prontuario tan público como impune, pero andaba libre por la calle con licencia para acechar a la próxima presa de su enfermiza obsesión.
Las respuestas a esta alarmante problemática deben hundir sus surcos más allá de la creación de un burocrático Ministerio de la Mujer, la elección de una Presidenta, el refuerzo de nuestra famélica Ley de Cuotas y demás remedios paliativos o retoques cosméticos que no van dirigidos directamente a la yugular de la violencia de género.
La batalla debe darse en dos flancos: primero, buscando un cambio de cultura que neutralice el desbocado machismo que infecta a nuestra sociedad. Con ello nunca más una mujer será vista como un trofeo o una propiedad de su pareja y por fin saldaremos la vergonzosa deuda histórica que en materia de igualdad tenemos con ellas. Segundo, urgen mecanismos más eficaces de denuncia y cautela sobre las víctimas, que no es lo mismo que crear nuevos delitos iguales a otros ya existentes, pero adornados con un nombre más pomposo.
Esta parte es crítica, pues cualquiera de nosotros conoce al menos una maltratada alma que es prisionera de sí misma en una cárcel de silencio, forjada con el auspicio del miedo. Voluntades flaqueadas que callan sus frustraciones escudadas tras una lacónica coraza de resignación, mientras bajan la cabeza con sumisión a la espera del próximo cobarde arrebato que les haga saltar en astillas la mandíbula o amoratar los orbiculares. Son ellas rehenes en su propio hogar, compartiendo lecho con la causa infame de su infelicidad.
Colombia no ha escuchado con atención suficiente el llanto de sus flores marchitas, ni el estruendo sórdido de los pétalos que son desgarrados con cada nueva agresión, ni el lamento característico de las prioridades relegadas al olvido. Por una vez dejemos de lado el petróleo y la minería para centrarnos en nuestras mujeres, el verdadero recurso natural con el que contamos para impulsar la tan añorada locomotora del progreso. Son ellas el jardín que no volverá a retoñar si permitimos que sea arrasado por la frenética impetuosidad del hombre.
@FuadChacon