El legado del Concilio Vaticano II y su influencia en la Iglesia de América Latina condujo al primer Papa de nuestro continente. Han pasado muchos años desde cuando en las poblaciones mexicanas de Puebla y Culiacán (1979) Juan Pablo II rebatiera “el error antropológico”de la Teología de la Liberación y se proclamara como “la voz de los que no tienen voz”. Eran momentos de cuestionamientos planteados por jóvenes sacerdotes, discípulos de los sofistas de Lovaina. Algo de razón tenían en sus pronunciamientos pues, por un lado, la jerarquía eclesiástica aparecía aliada con los dictadores y con la oligarquía y, por el otro, la pobreza se extendía en las callampas de nuestras grandes ciudades.
La Constitución Pontificia Gaudem Et Spes metió a la Iglesia en el mundo real y exhortó al laicado a participar en la arena política con el mensaje universal de la justicia social, presidido siempre por la ética. A los defensores de la Teología de la Liberación eso no les bastaba. Asumieron la lucha de clases como el método eficaz de combatir las “estructuras de pecado”. Ese fue el error: utilizar en sus análisis de lo social “categorías marxistas” y asociar a Jesucristo con la violencia.
Es en el mensaje de salvación de Jesús de Nazaret que está la autentica liberación, sostiene el profesor George Weigel, quien afirma, también, que el gran diálogo del humanismo cristiano con la modernidad lo inicia Juan XXIII, mi Pontífice favorito, al convocar el Concilio Vaticano II. Sus enseñanzas llegan a América Latina con los Jesuitas reunidos en el Centro Belarmino de Santiago de Chile. Navillán, Roger Vekemans, Gonzalo Arroyo y Pier Bigó, entre otros, plantearon y le ganaron el combate ideológico a la izquierda marxista. Fundaron Ilades, en 1966, para estudiantes líderes de la región y dieron vida a la Teoría de la Marginalidad, mucho antes que Prahalad y Yunus hablaran de la base de la pirámide como factor determinante del desarrollo.
La Doctrina Social de la Iglesia, renovada en el Concilio, salió a dar la lucha por los pobres del mundo. Se esperaba, desde entonces, un Papa de América Latina. Ciertamente, las Encíclicas no lograban superar el contexto europeo. Lo entendió así San Juan Pablo II, al mismo tiempo, teólogo ortodoxo y pastor de masas. No es extraño que sus sucesores fueran Benedicto XVI, el doctor ecuménico y Francisco, el Pastor de los Pobres.
Ese Padre y Maestro visita Colombia en ejercicio de sus tareas evangelizadoras. “Para que cualquier país pueda ir adelante debe tener tres reverencias: memoria de la historia recibida, coraje para afrontar el presente y esperanza hacia el futuro”, le ha dicho a Néstor Ponguntá. Es la esperanza en la providencia divina y el coraje para vencer los retos de la vida lo que puede hacer surgir la sociedad justa y libre que proclama el humanismo cristiano. Así lo exige la realidad de este continente tan inmenso como injusto.
Gracias, por sus bendiciones, a Francisco, el reformista sencillo, apasionado y humilde. Con la fe en el Creador, cuya obra defiende de la codicia, de la devastación, de las armas homicidas y del abuso del poder contra la libertad del hombre.