BITÁCORA DE LA COTIDIANIDAD
En enredo de Lacan
EN comentario aparecido en esta columna, la semana pasada, se dijo: “la teoría constitucional y la Constitución misma es un texto que interpretan los arúspices”. Hoy hay que responder a la polémica que esa idea despertó en los lectores.
Para comenzar, bueno es aclarar que el lenguaje verbal no es siempre el medio más idóneo para comunicar el pensamiento. Entre la imagen mental y la palabra hay un intermediario traicionero: el inconsciente. La evidencia de esta apreciación es fácil demostrarla. Es frecuente, en exceso, que en un dialogo, una de las partes o todas acudan a estas muletillas: “¿Entiendes?”; “¿Está claro?”; “¿Me explico?”; “¿Si?”.
Probablemente esta duda abundante en el diálogo llevó a Jacques Lacan, el “sucesor” de Freud, a fundar su teoría a partir de una complicada ecuación: “El significado y el significante”. Balmes, en su obra cumbre: “El criterio”, aconseja para alcanzar un acuerdo para darle un único sentido a las palabras.
Lacan construye una concepción moderna del psicoanálisis, lamentablemente tan ininteligible que su buena intención se pierde en un laberinto de “significados y significantes” que sus estudiosos traducen según su propia opinión, opinión tan confusa que en últimas toda la obra desaparece en una selva de variables igualmente indescritas e indescriptibles.
El psicoanálisis han querido convertirlo en una metodología y terapia para elites, igual pretenden los constitucionalistas con su hermenéutica. Antes del 91 eran muy pocos quienes se dedicaban a esta rama del “derecho político”. Hoy todos apelan a la elucidación intraducible de estos textos fundamentales para burlar la voluntad del otro e imponer la suya. Sus discursos parecen escritos por Foucault y ¡todo con el ánimo de alardear de erudición! En el fondo es su inconsciente el que orienta la exposición y no el deseo consciente de desentrañar la verdad verdadera. ¿Y por qué? Sencillamente porque la verdad real del sistema político que gobierna el Estado es la trama de una comedia enderezada a distraer al pueblo y satisfacer los apetitos de las clases dominantes y sus inmediatos seguidores: los serviles arribistas.
Para comprender el asunto basta con intentar desentrañar el jeroglífico que ha surgido de la invitación que la Corte Constitucional le ha hecho a la insurgencia, para que opine, en audiencia pública, sobre el alcance del “Acuerdo de Paz”.
Una lluvia torrencial ha caído sobre el mantel de la mesa. Cada quien le da a ese convite su interesada y odiosa interpretación. En el fondo, entiéndase, se pretende evitar que la discusión se ilumine y que, por el contrario, siga siendo enigmática. El Areópago ha sido censurado por su atrevimiento. Siguiendo el proceso onírico se deduce que un aquelarre de alumnos de Aristandro y Trasilo presagia una catástrofe y nadie entiende que oír a la insurgencia es abrirle espacios a la participación y pacificación democrática. Definitivamente la teoría constitucional es impracticable y lo es porque es ficción, tanto como la literatura de Allan Poe.