Fernando Navas Talero | El Nuevo Siglo
Miércoles, 4 de Febrero de 2015

Arbitraria locuacidad

 

“El que mucho habla, mucho peca y mucho yerra”, enseña el  proverbio  y no hay duda de que este resumen de la filosofía del pueblo encierra una gran verdad. El afán de satisfacer fijaciones narcisistas suele llevar a estos desequilibrados personajes a hablar más de la cuenta. Razón tenía Voltaire al sostener en su Diccionario Filosófico, refiriéndose a los charlatanes: “Con ¿cuánta charlatanería no se ha escrito la Historia, ya asombrando al lector describiendo prodigios, ya haciendo cosquillas á la malignidad humana por medio de sátiras, ya hinchando á los tiranos y á sus familiares con elogios infames?”. Y en estos tiempos, los charlatanes se valen de los medios de comunicación que no desperdician oportunidad para buscar titulares de primera página, muchas veces a sabiendas de que la voz del charlatán solo persigue llamar la atención para que lo miren. Esta enfermedad es propia de los políticos, alucinados por su imagen y no por sus ideas. 

El asunto no sería tan grave, si no se tratara de funcionarios públicos estancados en las altas jerarquías, gracias a sus serviles y habilidosas mañas para intrigar las dignidades. La conocida y “censurada puerta giratoria”, tan criticada en el proyecto de enmienda constitucional no tiene su asiento en las normas fundamentales, su práctica obedece a la arbitraria y consentida locuacidad de estos funcionarios que, burlando los diques de contención impuestos por el Estado de Derecho, desde  su púlpito opinan sobre lo divino y lo humano, invadiendo competencias ajenas para surcar el camino a sus reelecciones o posiciones de figuración, sin las cuales su enferma libido trastornada no puede estar tranquila.

Ahora, lo que preocupa es que el afán de protagonismo de estos funcionarios locuaces interfiere el equilibrio de poderes a tal punto  que sus derroches de verborrea retórica anulan la teoría de Locke sobre la división de poderes. Y mientras esto sucede nada ocurre. 

La solución podría ser la  planteada por Rudolf Hommes en su columna dominical: no pararles bolas a estos orates. No obstante, guardar silencio implica una actitud cómplice. Claro que esperar que a estos Savonarolas los debatan en el Congreso es creer que hay seriedad o carácter en los parlamentarios. Pero lo correcto, entonces, es exigirles a los medios que a estos charlatanes de oficio se les pida, cuando peroran sus angustias perversas, que aclaren a qué título opinan. Pues sin caer en la censura es bueno que el público entienda cuando estos funcionarios fungen como autoridad y cuando como subversivos disfrazados de magistrados.

La Constitución predica que las autoridades no pueden hacer sino lo que la ley les permite. De manera que si sus discursos no se ajustan a las competencias reglamentarias, tal y como se puede deducir del artículo 6º de la tan traqueada Carta, deben generarles responsabilidades, pero si quieren seguir hablando, sin inconvenientes, dejen su empleo para que lo ocupen hombres prudentes.