FERNANDO NAVAS TALERO | El Nuevo Siglo
Miércoles, 11 de Septiembre de 2013

Eficacia vs. eficiencia

 

Evaluación  del desempeño de los funcionarios se demanda, para que se depure la prestación del servicio de justicia por parte del aparato judicial y corregir así la queja que tiene la sociedad con respecto a esta garantía constitucional: pronta y debida justicia.

Por supuesto que no  riñe con la realidad la opinión generalizada que se tiene en torno de la administración de justicia y sus jueces. Discrepando, claro está, respecto a su rectitud y probidad moral, pues no es cierto que la corrupción haya invadido los estrados judiciales. Negar la lentitud de los procesos sería pretender tapar el Sol con las manos. Sin embargo, esa morosidad crónica y centenaria no es defecto nacional; el aparato judicial de muchos sistemas adolece del mismo mal y, principalmente, porque la tarea del juez no es igual a la del panadero.

Si para evaluar la gestión judicial se van a tener en cuenta las cifras, mejor dicho, las estadísticas, la medida resultará mediocre y equivocada. No es mejor el juez que profiere sentencias a la topa tolondra y suma guarismos “satisfactorios” -así, entre comillas- para calificar su producción  al que, de pronto, no suma cantidades de providencias, pero sus decisiones convencen a las partes y resuelven con inteligencia los conflictos emocionales generados por el pleito. En síntesis, convencen, son eficaces.

Para evaluar a los jueces y magistrados debe investigarse acerca de su vocación para ese sagrado servicio. Obviamente que esta averiguación no es fácil, pero resulta indispensable, especialmente si se le  quiere desburocratizar.

No se ha inventado todavía el mejor procedimiento para reclutar a los funcionarios judiciales; muy diversos ensayos se hacen en distintas latitudes y ninguno ha resultado ideal.

Ahora, en Colombia, esperar una justicia eficaz y además eficiente, es improbable,  a sabiendas de que a diario se improvisa legislativamente de manera que los jueces y los abogados se ven obligados a cambiar de rutina permanentemente y por la misma circunstancia cada cual promueve su propia doctrina y jurisprudencia, diferencias conceptuales que deben depurarse con el curso del tiempo, mientras los pleitos se detienen a la espera de que se produzca el consenso en las altas cortes.

Los sistemas procesales deben ser conservadores. Finalmente todos apuntan a garantizar el debido proceso, pero lo más importante es que se vulgaricen,  a tal grado que para nadie sea un secreto la ritualidad, este conocimiento hace que la diligencia discurra sin tropiezos, pues todos los interesados saben cuál es la etapa y el fin del recorrido en la trama judicial. Igualmente es preferible el juez con vocación al docto e ilustrado que hace de los juicios academia, muchas veces más por el interés de una de las partes que por el sentido estético  de la justicia. No se puede olvidar, por último, que el derecho es la ciencia de la incertidumbre y por ello se requieren hombres sabios -intuitivos- y no diestros en el arte del espectáculo.