Fernando Navas Talero | El Nuevo Siglo
Miércoles, 13 de Mayo de 2015

BITÁCORA DE LA COTIDIANIDAD

Nomosmania

La historia constitucional colombiana es la historia de las reformas. Desde la Carta de 1821, incluido el fracaso de 1828,  hasta la fecha, el constituyente ha intentado encontrar la Carta Política que complazca al poderoso, independientemente de que satisfaga las necesidades del pueblo. Claro está que,  las motivaciones y el discurso de justificación de las reformas,  siempre ha utilizado el argumento de querer reivindicar las necesidades colectivas. Una persistente manía de legislar para enmendar los frecuentes engaños valiéndose de otros disimulados propósitos perniciosos

Sin ir muy lejos, el Plebiscito de 1957 fue un invento concebido a manguala;  la reforma de Carlos Lleras murió virgen en muchos de sus predicados; la de López la anuló la Corte, al igual que la de Turbay, ambas por alterar arbitrariamente las reglas del juego; Barco fracasó en su intento porque la clase política se rebeló y no acepto las órdenes de Lemos; Gaviria, el “revolcador”, apeló a un expediente populachero que engendró un Estatuto que a la fecha ha sufrido más de 25 reformas en su corta existencia; Uribe se valió del cohecho para reelegirse, al tiempo que su improvisado referendo fue un fracaso; Santos tuvo que hundir su primer intento y el que ahora se discute es muy probable que naufrague. ¿Cuál es la causa de este caos institucional?

El sistema padece una “parajáraxis”, término griego que traduce falsificación de moneda o reforma constitucional. ¡Que casualidad! Podría decirse que en Colombia no existe respeto por la Constitución, es decir, en el consciente colectivo no existe apego con respecto al control del poder; al pueblo lo mismo le da un “nomos” o norma, que otro. ¿Y por qué ese desprendimiento? Porque el pueblo no entiende de poesía; nada sabe de derecho y de política y por esa misma razón es indiferente a lo que con la Constitución se haga. Finalmente,  igual le parece blanco que negro.

Un examen sociopolítico de la historia constitucional colombiana lleva a la conclusión de que la “nomosmania” del constituyente, es decir, su marcada proclividad por hacer reformas, revela que se piensa que cambiando las normas se transforma la conducta popular. Que con la panacea legal se puede cambiar la cultura. Normas apresuras,  ideadas supuestamente con la creencia de que son milagrosas y, contrariamente,  por su corta vida a lo único que conducen es a su irrespeto.

Mirando el complejo problema de la inestabilidad constitucional se llega a la conclusión de que el Estado de Derecho no ha existido en Colombia, todavía estamos en la época en que la ley era la voluntad del príncipe, una voluntad enmascarada con el atuendo del legislador popular, pero siempre en el entendido de que la norma es el mandato del Rey, decisión  imperial a la cual se someten los jueces y los legisladores, pues han sido la celestina del totalitarismo de clase, de la clase dominante. ¡Las reformas de Núñez y de Gaviria son la prueba!