¿Quién mató a Gaitán?
La pregunta, a esta hora, resulta ingenua. Sí, nadie, excepto Plinio Apuleyo Mendoza, la contesta a estas alturas de la vida. Se han urdido tantas hipótesis: que fue el comunismo: Ospina Pérez; que Fidel Castro: el embajador americano; que Plinio Mendoza Neira: la hija del occiso; que Álvaro Gómez Hurtado: el exgobernador del Chocó Daniel Valois Arce; finalmente, se conjeturó que fue obra de la policía patrocinada por la CIA.
Estas son remembranzas de la infancia. Mi padre, periodista de profesión y liberal por herencia, llegó a la casa a las 4 p.m. de ese infausto día y recuerdo, entre gallos y medianoche, que relató el episodio del linchamiento de Roa Sierra, sindicado en flagrancia.
De todas maneras, el juez instructor, doctor Ricardo Jordán Jiménez, no arribó a conclusión válida. Todo el proceso se diluyó en hipótesis sin mayor respaldo probatorio.
Mi hermano, Mauricio Navas Talero, para escribir su novela La otra mitad del Sol, indagó acuciosamente sobre Juan Roa Sierra y tiene la percepción de que este sujeto abrigaba razones íntimas para atentar contra el caudillo liberal. Ahora, Plinio Apuleyo revela que el cómplice inmediato fue Pablo Emilio Potes, un detective de la policía política, que atestó en el proceso y dijo haber desarmado al asesino.
¿Por qué la investigación no arrojó ningún resultado? Parece que, en parte, a ello contribuyó el secreto que guardó Potes y que reveló en el momento de su muerte y a la discreción de Plinio Mendoza Neira, según el relato que hace ahora su hijo.
Por esos años todavía no se había puesto de moda la justicia negociada o la colaboración de los hampones, una estrategia judicial importada recientemente por los usuarios del “copy paste”. De ahí que en la investigación se descartó el testimonio de los doctores Enrique Santos, Alfonso Romero y Alfonso Olaya, quienes auparon una distorsionada versión, entre otras razones porque Santos por sus condiciones personales inspiró muchas sospechas al juez.
No contó Jordán Jiménez con delatores a sueldo. No apareció ningún “Rasguño”, ni “Berna” o “Gordolindo” que le colaboraran. En esos años este exabrupto no era permitido. Era un país de juristas de verdad, doctores de principios que entendían que a los malhechores no se les puede dar credibilidad. El testimonio se escudriñaba con celo y sin interés de parte.
Claro que el teatro se hizo; la comedia ha sido refresco para tranquilizar al populacho. La chusma que seguía a Gaitán se sintió tranquila con la presencia de Scotlan Yard, invitado al país por el canciller de entonces, Eduardo Zuleta Ángel. Una pantomima, me refirió mi tío Alberto, traductor de los investigadores ad-hoc. Los detectives extranjeros conocieron el expediente, a pesar de la reserva sumarial.
En estos días hay un investigador extranjero, exagente de la DEA, Edward Kacerosky, coordinando a los delatores a sueldo que denuncia Horacio, mi vecino de columna. ¡Estamos mal!