El próximo domingo los venezolanos están llamados a las urnas para elegir presidente. No es poca cosa: las elecciones podrían no haber sido convocadas. Pero no es, en modo alguno, suficiente. El camino que ha tenido que remontar la oposición democrática para llegar a este punto ha estado plagado de obstáculos: desde la arbitraria inhabilitación de María Corina Machado y el hostigamiento y la persecución -que no son, por lo demás, nada nuevo en Venezuela-, hasta las tensiones y discrepancias internas que en el pasado le han pasado onerosas facturas. Y, aun así, Edmundo González Urrutia podría derrotar al madurismo y convertirse en presidente.
El problema es que nada garantiza que los venezolanos puedan pasar -como lo merecen, necesitan, y mayoritariamente quieren- la página de la frustrante y fallida “revolución bolivariana”.
Las elecciones no se harán hasta que no se hayan hecho, y el régimen -acorralado por la perspectiva de la derrota- podría incluso tomar la decisión de aplazarlas en el último momento. Para ello, podría invocar el develamiento de alguna conspiración orquestada por “los enemigos del pueblo”, los de adentro y los de afuera, o los dos en connivencia. O fraguar un incidente con Guyana -un diferendo que ha estado atizando desde hace meses- que obligue a la “movilización nacional” para defender la soberanía. No hay nada que lo ate a su propia decisión: ni contrapeso institucional interno ni riesgo internacional plausible. A la comunidad internacional -lo que quiera que eso signifique- ya le ha medido el aceite, y a duras penas ha salido chamuscado.
Puede que los comicios se realicen. Pero el que escruta elige, como dicen, y el madurismo tiene experiencia en eso de elegir escrutando. Si se cumplen los pronósticos, el margen de maniobra del régimen para estos efectos será proporcional a la diferencia que separe su derrota del triunfo opositor. O puede que, simple y llanamente, con cualquier justificación, desdeñe un resultado adverso, y se aferre al poder, atrincherado en Miraflores. Vaya uno a saber qué polvorín podría estallar en ese caso.
Suponiendo que el madurismo se rinda ante la evidencia de una victoria opositora (pero ¿cuándo le ha importado la evidencia?) y acceda a transferir el poder, las fuerzas democráticas convertidas en nuevo gobierno, tras una euforia más que comprensible, tendrán que enfrentar los desafíos de una difícil transición.
No se trataría de una mera alternancia política. El madurismo está profundamente enquistado, fundido y confundido con el Estado. Se requerirá un enorme liderazgo, talento político, paciencia, cohesión, y apoyo internacional para desmontar el aparato. Probablemente habrá que negociar con sus beneficiarios un pacto de salida lleno de compromisos incómodos, plagado de sapos que habrá que tragar y paulatinamente digerir. Durante un año, además, el nuevo gobierno tendrá que cohabitar forzosamente con una Asamblea Nacional en la que el madurismo tiene abrumadora mayoría.
Puede que el madurismo gane, contra toda previsión y aunque sea por la mínima.
¿Cómo reaccionará el gobierno colombiano ante cualquiera de estos escenarios? Sólo se sabrá cuando el presidente se pronuncie a través de sus redes sociales. Pero no hay mérito en adivinar qué desenlace electoral satisfaría mejor sus expectativas.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales