OPINIÓN ORBITAL
Con los días contados
SIN lugar a dudas una de las expresiones más desvalorizadas bien podría ser la palabra "democracia". Muchos pensadores contemporáneos, como el francés Bertrand de Jouvenel, opinan que "las discusiones sobre sobre democracia, infortunadamente carecen de valor intelectual, ya que no sabemos de lo que estamos hablando". Si en alguna parte del mundo el término se ha prostituido en grado sumo ese lugar, sin temor a equivocarnos, es Venezuela.
Quizás el problema principal reside en confundir "democracia" con "elecciones". Es decir que basta con que un país celebre un proceso electoral para escoger a sus gobernantes para que el gobierno resultante sea considerado formalmente como democrático. Aquí reside la gran equivocación, al olvidarnos que el factor determinante de toda democratización es la participación.
En otras palabras: mientras un pueblo vaya a las urnas poco importa que el sistema político existente no comprometa al gobierno "elegido" a ser responsable con sus gobernados o, en este caso, sus electores. Olvidamos que "participación" es el único camino para hacer viable y garantizar "el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo", como reza la Constitución de los Estados Unidos. Esto es, precisamente, de lo que carecen, en grado superlativo, todos los venezolanos bajo el régimen oprobioso y autocrático del chavismo.
Esa participación, plena, armónica, orgánica y simétrica es la que permite el ejercicio en plenitud de todas las libertades políticas y soporta el ejercicio de una oposición dinámica. La necesidad de ejercer el sagrado derecho a disentir y confrontar. Un quehacer cotidiano, de todas las horas, que justifica socialmente que nadie, ni en lo individual ni en lo colectivo, pueda abrogar el derecho de detentar la verdad política, si es que ella existe.
En este mismo orden de ideas nadie puede pretender adueñarse del poder, sea este político, económico o cultural, ya que el papel de la oposición -esté o no legalizada o institucionalizada- es la que socializa, formaliza y sacraliza la plena legitimidad de un gobierno o contribuye así a que los gobernantes sean eficientes en el cumplimiento de sus deberes y objetivos; y lo más importante, según John Stuart Mill, sean racionales en el ejercicio del mando ante sus gobernados.
Precisamente este desconocimiento de su papel y sus espacios, que Maduro hace constantemente a sus opositores, es lo que hace que su régimen sea el ejemplo perfecto de lo que no debe ser un mandato democrático. Insultar, calumniar, defenestrar de palabra y obra a sus adversarios y amenazar, sin el menor pudor, con tomarse las calles si llegan a derrotarlo mañana es verdaderamente delirante y demencial. Es toda una vergüenza pública.
Poro como todo parece indicar que el resultado le será adverso a sus pretensiones cesaristas de eternizarse en el poder, será el momento de quiebre o de inflexión de su cantinflesca administración. Y será también la oportunidad dorada para las fuerzas de oposición de demostrarle al mundo el grado de madurez y unidad que han logrado gracias a los abusos y desmanes de ese "socialismo del siglo XXI".