Un asunto de arqueología jurídica
Mucha razón le asiste al Procurador General cuando advierte que los derechos están siendo desbordados por el desarrollo tecnológico y que por esa razón su protección se ha convertido en un asunto de arqueología jurídica. Así lo pudimos constatar cuando éramos delegados de Colombia ante las Naciones Unidas y asistíamos perplejos y desprotegidos a ver cómo las grandes potencias tecnológicas arrasaban con la expoliación y utilización indebida de recursos nuestros tan valiosos como la órbita geoestacionaria.
Esos avances son exponenciales y pocos parecen estar evaluando su impacto en derechos fundamentales como son el derecho a la intimidad, a la privacidad, al buen nombre, a la imagen y al adecuado manejo de los derechos de los titulares de los datos que fluyen por el mundo en un urdimbre cada vez mayor de redes de comunicaciones.
Es tal el adelanto que, por ejemplo, el almacenamiento y recuperación de datos en todos los países perdió ámbito territorial y soberanía zonal, porque hoy se realiza en lo que los expertos conocen como "cloud computing" o "la Nube", espectacular método de acopio y recepción de datos a control remoto. "La Nube" presta sus servicios informáticos a través de la red de redes, o Internet, a usuarios de más de la mitad del planeta.
La característica principal de este sistema es que cuando archivamos nuestros datos en "La Nube", la información no queda procesada y archivada en el computador, ni es necesario que contemos con programas especiales de almacenamiento. Todo el proceso es prestado por servidores remotos al lugar de origen de los emisores. ¿Sabe alguien dónde está la bendita nube? ¿Quiénes son los responsables de este interactuar planetario? Todos interrogantes para ser respondidos por una normatividad internacional que hoy no existe y está lejos de ser diseñada como convención de responsabilidades.
El control del ciberespacio es una tarea por hacer. Y es en este ambiente desregularizado en donde un adecuado control de los delitos cibernéticos esta por realizarse. La situación es tan delicada que recientemente autoridades japonesas han alertado sobre la posibilidad cada día más real que terroristas informáticos puedan actuar de manera irresponsable e impune desde sus propios ordenadores. Actualmente en Europa se considera esta amenaza mundial como la tercera más delicada después del terrorismo químico, bacteriológico o nuclear.
En plena era digital urge rediseñar no solo los esquemas de seguridad y protección a la sociedad sino los códigos penales que se están quedado arcaicos y obsoletos. Expuestos los derechos individuales también quedan vulnerables los derechos colectivos, la propia organización social, la democracia liberal. Hoy El Gran Hermano no solo son los gobiernos sino de hecho son organizaciones privadas que van en aumento tanto en EE.UU., como en Europa y en Latinoamérica. Está en marcha toda una sofistica industria encargada de auscultar y de espiar el ciberespacio.
Pero lo grave de todo este asunto es que se trata ante todo de una manera de ver el mundo, de una cultura de desprecio político por el bienestar individual y colectivo. El derecho a la intimidad, que es el sustrato de otro derecho, el de la privacidad, es un bien absoluto y un valor inestimable a privilegiar, pero -eso sí- nunca sobre el interés general. Es aquí donde los gobiernos inescrupulosos, en nombre de una sacrosanta lucha contra el terrorismo, aprovechan para conculcar esos preciados derechos. Es menester que exista un equilibrio entre la vigilia de estos derechos y la búsqueda del bien común. No olvidemos que la intimidad y la privacidad son consustanciales a la dignidad de la persona humana y su patrimonio más preciado
El derecho a la información es el límite para esa intimidad y esa privacidad. No olvidemos que nuestros derechos llegan hasta donde comienzan los de los demás. Solo la veracidad y el genuino interés público pueden justificar incursiones que los medios pretendan en la vida privada y familiar de las personas. Es claro que el ámbito de protección puede ser objetivo, pero también es evidente que el criterio de limitar puede ser y de hecho lo es, subjetivo.