“La autoridad moral de sus palabras era demostrada con hechos”
A lo largo de 19 años fueron muchos los episodios vividos que marcaron esta historia, cuyo protagonista es un hombre de honor, un hombre que a sus 92 años decidió partir, no sin antes dejar un legado de moralidad y excelencia a su paso.
Aún recuerdo aquella mañana de 1988, en la que los medios registraban el secuestro del líder Álvaro Gómez Hurtado. Fue en ese momento, mientras ejercía como secretaria del Director Adjunto de EL SIGLO, cuando la vida puso en mi camino a su hermano, Enrique. Todo fue confusión y zozobra. Fueron 57 días de cautiverio que marcaron su rostro, al igual que a Juan Gabriel Uribe, compañeros en este transitar del periodismo.
Su paso por el Congreso estuvo enmarcado por su deseo de que los colombianos recuperaran la legitimidad de las instituciones y lograran derrotar la corrupción. Su lucha era por el resurgimiento de los valores tradicionales: la familia, la honestidad y el concepto de decencia que siempre debería regir en la política.
La autoridad moral de sus palabras fue demostrada con los hechos: en 1992, en la plenaria del Senado, mientras los nuevos parlamentarios se estrenaban puso el dedo en la llaga directamente sobre congresistas con oscuro presente y pasado que, ante la contundencia de los hechos, se veían precisados a abandonar el recinto. Era la herencia de moralidad dejada por su padre Laureano Gómez. La lucha no fue en vano, pues de allí surgió la Comisión de Ética y la pérdida de investidura de los congresistas, convertida hoy en Ley.
Aunque estuvo amenazado, y afrontó un atentado, siempre luchó contra la corrupción, desenmascarando empresas como Foncolpuertos, Corelca, entre otras y fue enfático al atajar los llamados micos, los torcidos, los vicios y la compra de conciencias.
Sus discursos, su cátedra diaria y buen sentido de humor engolosinaban a cualquiera. Su total consagración al servicio del país lo hizo más auténtico. Su desinterés por el protagonismo se reflejaba cuando de su autoría le daba proyectos a otros parlamentarios para que los presentaran como suyos porque, según decía, “a ellos los escuchan más que a mí”. Su honestidad y sus principios fueron motivo de orgullo; su rectitud y carácter inspiraban respeto total; sus valores sobresalían por su patriotismo, firmeza y dignidad.
Desempeñó varios cargos en el Senado, excelente diplomático y miembro del Parlamento Latinoamericano.
Su gran aliado, amigo y compañero era su hermano Álvaro. Solía escucharle a muchas personas que detrás del doctor Álvaro estaba Enrique, pero no fue así… él estaba a su lado. Sus conversaciones diarias eran de hora y media, desde cualquier lugar del mundo, hasta que un 2 de noviembre de 1995, tuve la infortunada tarea de informarle del atentado contra su hermano. Ya en el Salón Elíptico, en pleno sepelio, su mirada era estremecedora; se sentía impotencia, era un semblante acartonado por el dolor de hermano y de Patria. En la intimidad de su hogar, su esposa María Ángela y sus hijos: María Ángela, Miguel, Rafael, Enrique y nietos, eran su motor. Siempre decía que “el amor se construye con diálogo”.
La lectura, las cabras, la agricultura y el golf eran su pasión y entretenimiento; y su frustración, que Colombia no hubiera podido saber, con certeza, quién apagó la grandeza de Álvaro Gómez.
Ser testigo de sus tristezas y alegrías me representa una huella indeleble; nuestro paso de la vida es limitado, fue mucho lo que aprendí, lo único que no me enseñó fue a despedirme del jefe, del maestro y amigo, pues fueron muchos años a su lado, que me dejan el gran orgullo de haber trabajado con uno de los ilustres hijos de Laureano Gómez. ¡Qué gran legado!