Estamos celebrando, en estos días, y con razón, los treinta años de la caída del absurdo Muro de Berlín -una de las tantas infamias del siglo XX (del 9 de noviembre de 1989)- y el reencuentro con familiares, amigos, vecinos de la misma ciudad. Este Muro que dividió, por más de 28 años, por razones ideológicas, una de las ciudades más antiguas y emblemáticas de Occidente. No se previeron las consecuencias de desconocer la naturaleza humana, las leyes propias de la persona humana. Este esperpento fue un intento de aplastar, al gusto de los emperadores de turno, una de las culturas más ricas y prósperas del mundo.
Los emperadores irresponsables del momento querían llevar la madura civilización de la Polis a una dictadura, sin pies y cabeza, construyendo un Muro como solución ganadora, que no les resultó: el legado de Carlomagno derrumbó el Muro: la Fe, la cultura, los siglos de crecer, que unieron a Europa, no se perdieron con un Muro. Los emperadores de la muerte no entendieron que fue el poder la razón lo que los derrotó.
No entendieron que la solución a las diferencias entre las naciones es unir: no les interesó que la curación y la reconciliación es muy difícil: la paz y el desarrollo son cuestión de madurez y de los valores fundamentales compartidos. Que, si se juzga y no se construye la paz, entre todos, el desarrollo real de una nación es imposible. Por esto los emperadores, maquiavélicos, ante el fracaso de su Muro acudieron a una nueva estrategia: las ideologías, manejadas por expertos en mercadeo (el arte de vender lo innecesario con mentiras), que difícilmente se pueden borrar del “subconsciente” de las personas. Y éstas nos están ganando: hoy, no se pueden usar algunas palabras ni defender el deber ser,-nos exponemos a ser linchados: familia, fe, verdad, amor verdadero, principios, virtud y valores, diferencias barón-mujer, filosofía, criterio…
Es más, hasta hablar de Jesucristo es visto con malos ojos: como algo ofensivo, retrogrado, inoportuno. Reconocer que Jesucristo es un personaje histórico, que resucitó, que hubo cientos de testigos que murieron por esta verdad es una ofensa. Desconociendo que Él es nuestro mejor amigo; mi amigo más cercano; mi amigo íntimo; el amigo personal exclusivo; el amigo generoso que no se cansa de cuidarnos y perdona siempre; el amigo fiel que nunca nos deja solos; el amigo de los que sufren; el amigo misericordioso sin límites; el ejemplo del Amor verdadero.
Negar esto es afirmar que los habitantes y grandes pensadores de occidente, que creyeron en Él, durante dos mil años, son unos desorientados, es sostener que no existe la verdad en la realidad; que la moral -propuesta por los griegos- es charlatanería. Es aceptar que las inconsistencias y contradicciones de los defensores de las ideologías son el bien; aunque contradiga a la ciencia, la filosofía, la antropología. Es desconocer los formidables logros del cristianismo en la historia (a pesar de los errores de muchísimos cristianos): es desconocer los formidables resultados del imperio de Carlomagno.