Se ha dicho, con fundadas razones, que la pandemia del covid-19 sacó a flote los graves efectos de las desigualdades socio-económicas y las profundizó, acrecentando el malestar social que ya se manifestaba desde 2019. Sobre todo en los países cuyos sistemas de salud y economías no contaban con condiciones para hacer frente a la crisis con grados importantes de ayuda y protección para sortear los confinamientos y la pérdida de empleos.
Igualmente, en muchos países la crisis de la pandemia agravó además las condiciones políticas y de gobernabilidad. Y más en aquello -41- que suspendieron procesos electorales programados. Uno de ellos ha sido Haití. Pues a la conflictiva situación política de los últimos años con un presidente elegido en 2017 con el 10% de los votos, gobernando por decreto sin parlamento durante la pandemia y a la vez impulsando un referendo para reformar la Constitución y otorgar más poderes al ejecutivo e introducir la reelección se sumaron los continuos aplazamientos de las elecciones municipales, de ejecutivo y legislativo justificadas supuestamente en las dificultades organizativas por la emergencia sanitaria. En la mayoría de países -104- se han realizado elecciones durante la pandemia.
Por ello, tras el asesinato del presidente Jovenel Moïse (7/7/21), con participación de mercenarios colombianos, y la confusa sucesión interina, el primer ministro Ariel Henry, justamente un mes después de haber asumido el poder el 20 de julio se vio en el deber de reiterar en una sesión extraordinaria de la OEA, el pasado 20 de agosto, que mantiene el propósito de realizar lo antes posible las elecciones, cuyo proceso además se ha visto afectado por el sismo del 14 de agosto que causó más de 2000 muertos y miles de víctimas, acrecentando el caos y poniendo en suspenso la transición democrática mediante elecciones.
A comienzos del año, antes de que se agravara la situación con el magnicidio y el terremoto, Nicolas Bourcier en Le Monde sintetizaba: “Es difícil imaginar un país más fracasado que esta tierra golpeada, abrumada por la miseria, la violencia política y la brutalidad de las pandillas. Haití está en caída libre.” (6/2/21). En este contexto es que el primer ministro Henry se compromete a regresar rápidamente al funcionamiento normal de las instituciones democráticas y es lo que dicen esperar y prometen ayudar, una vez más, los países de la OEA y la comunidad internacional.
Pero, más allá del necesario papel de la cooperación internacional y del sector privado, estamos ante el desafío de ver cómo en uno de los países más pobres del mundo en donde se han instalado las violencias y la corrupción subordinando la política -en profunda crisis- se persiste en restaurar la democracia. Es de resaltar y valorar. Y no será fácil. Además, el que haya justicia en el magnicidio hace parte del proceso.
Finalmente, no podemos dejar de lado una lección: la vulnerabilidad sistémica en nuestros países también deteriora las instituciones democráticas. Y sin ellas es muy difícil constituir los círculos virtuosos y la inclusión que impulsan la prosperidad de los países, como plantean Acemoglu y Robinson. Cuando no se logra es que fracasan. Haití es un espejo en el que las democracias latinoamericanas no pueden evitar mirarse.
@Fer_GuzmanR