Aunque parezca increíble, en los Estados Unidos el uso del tapabocas se ha convertido en elemento del debate político y de identificación partidista. El presidente Trump se ha negado durante meses a utilizarlo, y ha alentado con su actitud a muchos a no hacerlo. Aunque terminó portándolo en una visita a un hospital militar, sus obsecuentes seguidores entienden que deben imitar su negativa. Es más, el gobernador republicano de Georgia, en pleno auge de contagios por covid19, ha demandado a la alcaldesa demócrata de Atlanta por exigir su uso, al tiempo que no han sido pocos los incidentes provocados por energúmenos fanáticos de su causa reeleccionista, de su particular visión del mundo y de la realidad que les transmite sobre este instrumento esencial para combatir la epidemia.
No se trata de un genuino grito de libertad y de defensa de la autonomía personal, o en nuestro lenguaje de libre desarrollo de la personalidad; se trata de gestos ciegos de adhesión al líder, contra el sentido común y contra la propia seguridad personal, como ha sucedido también en Brasil con los seguidores de Bolsonaro, incluso después de su contagio.
Usar tapabocas en las circunstancias actuales es un gesto elemental de civismo, de responsabilidad consigo mismo y con los demás y, para nuestro caso, de cumplimiento del deber constitucional de toda persona de procurar el cuidado integral de su salud y de su comunidad, lo que hace que el debate no se plantee entre nosotros, ni siquiera por los autoproclamados “trumpistas”.
Pero esto va mucho más allá. El absurdo de haber convertido este tema en factor de campaña electoral, refleja en toda su dimensión el daño que ocasiona el liderazgo populista y los estragos que comporta la irracionalidad en la cual él se soporta.
En una especie de vuelta al pasado, se trata de declarar nuevamente la guerra a la inteligencia. La ciencia no importa, la verdad que no sea la del líder no existe, los científicos, como los periodistas, que lo contradigan, son enemigos que deben combatirse y en todo caso nunca escucharse. Los datos de aumento de contagios o de muertes se vuelven así simples estrategias de los opositores, exageraciones, alarmismo, excusas para no reabrir plenamente la economía y las escuelas; al respecto, la última entrevista del presidente candidato en el Canal Fox parecía una caricatura.
En cualquier caso, si algo puede llegar a estar mal, y no puede ocultarse, la culpa es de otros. Y oh paradoja, sólo una semana después de la visita del también populista López Obrador y de sus zalameros discursos, la razón del “supuesto” crecimiento exponencial del coronavirus en los Estados Unidos no sería solo atribuible a China, ¡es también a México al que debería culparse!
Por supuesto, la receta populista no es predicable de un solo lado del espectro ideológico. En la región, Maduro y Ortega, por ejemplo, son también redomados exponentes de esa irracionalidad que amenaza la democracia, el Estado de derecho y las libertades; estas que todos ellos sin embargo cínicamente alegan defender, y en nombre de las cuales se presentan como imprescindibles. Corresponde a sus pueblos, en las urnas, devolverlos a casa y enseñarles a usar tapabocas.
@wzcsg