El robo con rostro | El Nuevo Siglo
Sábado, 14 de Octubre de 2017

Bien sabido es que al señor Presidente no le gusta administrar. Para él las funciones de gobierno se limitan a lo internacional, a “los grandes propósitos”, como el premio Nobel de Paz. En palabras conocidas, lo de él es la gloria, como la de Julio César. Las cosas administrativas, las de gobierno, no solamente le parecen aburridoras y desgastantes sino “menores”.

Llegó a Palacio con el discurso y los votos de su antecesor para gobernar con programa distinto como si eso fuera leal con sus votantes. Lo hizo sin respaldo popular y con mayorías compradas en el congreso como también en las altas cortes.

La cuestión cambió de rumbo en la reelección: allí el Presidente tuvo que dividir el país, como si fuese una torta, para alzarse con la victoria. De suerte que al Vargas Llerismo le tocó el sector de las obras; al Samperismo la justicia y las relaciones internacionales y al Gavirismo Planeación, consejerías y muchas otras instituciones. Carteras comodines como agricultura y cultura fueron relegadas para calmar el apetito de los congresistas conservadores, y así sucesivamente.

El país estaba dividido como en épocas medievales. Cada quien con su terruño. El único propósito que parecía compartido era el de la paz. Nunca se explicó de qué paz se trataba y cuál era su alcance, de modo que cada quien la interpretó como se le vino en gana. Sin embargo, se acomodaron algunas mayorías en torno a ella. Hasta los del Polo entraron al gobierno haciendo de las suyas desde el Ministerio de Trabajo. Empero, se dispuso que todo dependería del voto popular, como para legitimar la ilegalidad.

El 2 de octubre del año dieciséis de este siglo se convocó al pueblo en su condición de poder constituyente primario bajo el entendido de que, si se perdía la elección, según lo explicó el Presidente y el alto gobierno, se desaprobaba lo acordado en La Habana. A pesar de la inversión de miles de millones en publicidad; la mentira como caballo de batalla y argumento gubernamental constante y difamador; el cambio de las reglas electorales y de tratar a la oposición como delincuentes, la mayoría en favor del No ganó las elecciones. Así lo reconocieron todos.

En una verdadera democracia bastaría con los resultados electorales para defender la decisión, independientemente de su sentido, especialmente si ella le es desfavorable al gobierno, como sucedió con el Brexit en el Reino Unido. En definitiva, el gobierno decidió robarse el resultado. Para eso bastaba con comprar unos cuantos magistrados; amedrentar a los gremios, industriales y comerciantes y aceitar a los medios de comunicación, total, el Congreso ya había recibido su tajada.

Pero a diferencia de otras épocas, los colombianos, hartos de la violencia y de su espuria justificación histórica, decidieron no levantarse en armas. El gobierno lo sabía, pues entendía que los tiempos eran otros y las mentes diferentes. Nadie se levantaría en armas ni protestaría violentamente por el robo en las elecciones, así conllevaran la más vasta reforma constitucional de la historia y el robo más indigno de todos los tiempos.

Con el robo se corrompían no solamente las instituciones sino la sociedad toda. Se dividió irremediablemente la comunidad política con inesperadas consecuencias. La justicia se arrodilló ante las inconstitucionales decisiones legislativas y el Congreso se mantuvo en lo de siempre: en la más pavorosa corrupción.

Y así, el 2 de octubre de 2016 se convirtió en la célebre fecha que recordará por siempre cómo un gobierno, por confundir los fines con los medios, perdió la más bella oportunidad histórica para unir a los colombianos en torno a nuestro primer mito fundacional, a nuestra primera y más grandiosa obra común. Nada de eso ocurrió. La oportunidad, como el tiempo, se ha perdido para siempre, pero en esta ocasión entre nubarrones grises que solamente auguran tormentas a una nación azotada por la miseria, la desesperanza y la desolación.

*Miembro de la Corporación Pensamiento Siglo XXI.

@rpombocajiao