Esta semana viendo la discusión que se generó porque en el Aeropuerto Internacional El Dorado se iba a transformar el espacio de oración y recogimiento, que durante muchos años ha sido católico y que seguramente al tratarse de un centro de confluencia de múltiples personas con muchas religiones se transformara en un espacio de oración o encuentro interior ecuménico. Por todo esto y a parte de esta discusión, porque confieso que soy católico y muy creyente, me acordé que hace 10 años cuando por motivos profesionales me encontraba en Buenos Aires (Argentina) y acababa de reencontrarme con la labor que más me apasiona en la vida, me sucedió algo que para mí se llamó el propósito.
Me gustaría en esta columna poder contar esta historia que realmente explica el propósito, qué es en mi opinión algo que deberíamos encontrar todas las personas, porque realmente da ese sentido a nuestras vidas y genera plenitud. Muchas veces encontramos esa actividad laboral que siempre soñamos o para la que nos creemos buenos y competentes, pero a pesar que hacemos y hacemos, seguimos sintiendo vacío o que siempre falta algo. ¡Pues bien! Justamente encontrar el propósito o el para qué de mi vida independientemente de la labor desempeñaba tenía que ver con el servicio a los demás.
Transcurría el año 2011 y acababa de aproximarme al modelo Hospice en Buenos Aires, una forma de hacer las cosas en salud que acompañaba al enfermo y a las familias con amor, lo que me permitió darme cuenta que se podía ofrecer una serie de cuidados centrados en la humanidad y la compasión, cosa que para ese momento lo veía como imposible, lo estaba viendo con mis propios ojos, un grupo de profesionales médicos, enfermeras, psicólogos, trabajadores sociales, acompañantes espirituales y voluntarios, que dejaban a un lado su ego profesional y se ponían al servicio del otro y lo cuidaban como si fuera su esposo, su hermano o su hijo. Veía dolor acompañado de sonrisas, de gratitud, sufrimiento aliviado con una gran dosis de esperanza, despedidas acompañadas de perdón, abrigo, cuidado desinteresado, prolongadas charlas de aprendizaje mutuo al borde de una cama, dignidad y humanidad absoluta.
Finalmente, cuando terminé mi experiencia con el corazón sensible y convencido de regresar a mi país a batallar cada día para lograr este propósito de crear el primer Hospice en Colombia hice dos visitas últimas, la primera al Hospice Madre Teresa, un lugar maravilloso sin ánimo de lucro y mantenido por un sin número de voluntarios que hacen diferentes actividades como asear, cocinar, cuidar, escuchar, acompañar y mantener su Hospice del que se siente muy orgullosos y agradecidos, tanto que recolectan una cuota mensual en la ciudad de Luján para el mantenimiento de este lugar a todo lujo. El segundo lugar fue la basílica de Luján, donde quería conocer la imagen de la Virgen, primero imaginé que era una virgen muy grande como las que se ven en Colombia y segundo quería dejarle mi propósito por escrito. Cuando llegué vi una imagen de una virgen delicadamente vestida pero que su tamaño original no era mayor a unos 30 centímetros de altura, pero que irradiaba belleza, bondad y amoroso cobijo, me arrodille frente a ella y le pedí que me diera la fuerza y me mostrara el camino para poder servir a cada persona que sufriera una enfermedad terminal y que me diera la fuerza para mantenerme en el tiempo.
De repente las lágrimas brotaron espontáneamente de mis ojos y al ver a las personas que estaba de rodilla orando también estaban llorando. En este momento me di cuenta que el propósito tenía que ser cuidar a las personas sufrientes que están al final de sus días, hacerlo con el corazón y como decía la Madre Teresa de Calcuta: cuidar hasta que duela.