El movimiento social y político que llaman feminismo, cuya definición va más allá de la tradicional y patriarcal (según el propio movimiento feminista) contenida en los diccionarios habituales se mueve básicamente en círculos académicos e ilustrados donde se cita desde Poulain De La Barre a Simone de Beauvior pasando por Flora Tristan, el movimiento Sufragista y la alemana Clara Zetkin. Es lógico que así sea. Normalmente las “revoluciones” han sido concretadas por las elites cuando logran convencer a sus pueblos del mundo mejor que los espera sin reyes, sin propietarios, sin Estado o sin dios o, por lo menos, con otro dios.
Pero más allá de los egos académicos de algunas feministas o de las “luchas” por definir como patriarcal que alguien se refiera al rio como el Magdalena y no como el de La Magdalena existe un país real, lejos del país formal donde el feminismo es más que una teoría, es una necesidad urgente de sobrevivencia. El país rural donde las mujeres son iguales e incluso superiores a los hombres en todas las faenas, es donde más se les violan sus derechos. Da igual que sea capaz de tumbar un becerro para marcarlo, o tender una alambrada de púas o de sembrar y cosechar papa al mismo ritmo de cualquier varón, siempre son vistas y tratadas como inferiores por el solo hecho de ser mujeres. Y eso incluye la absoluta normalización de soportar el maltrato físico y sicológico de todos los hombres de su familia, empezando por el de sus propios padres, siguiendo con el del marido y el de los hijos.
Y es en ese ámbito donde ha aparecido una mujer, víctima ella misma de la violencia masculina en forma de asesino de una sobrina suya, que a través de la música popular, de esa que está de moda, de la del despecho puro y duro, está llevando un mensaje típicamente feminista, directo y sin ambages académicos que cala por igual entre víctimas y victimarios. A las unas las empodera y a los otros los avergüenza (o por lo menos debería).
Cada vez que aparece una cantante como Arelys Henao en un circo de toros portátil abarrotado, como el de Pandi (Cundinamarca), que tiene una capacidad máxima de tres mil personas y abre su concierto con “mujeres y despecho” reivindicando el derecho de las mujeres a ahogar su despecho sin que ningún hombre tenga derecho a creer que “está buscando marido” y continua con “no podemos callar”, hace mucho más por la concientización de las mujeres maltratadas que todas las feministas que se desgañitan en twitter contra “la cultura patriarcal dominante”.
Allá en esos círculos populares, donde una gran mayoría de maridos y novios creen que es natural golpear a sus parejas, es donde calan versos que le reclaman al tipo “que la sube al cielo y la trata como una reina y después con los insultos la vuelve a bajar”. O que le aconseja a las mujeres que antes de ser asesinadas se valoren y abandonen a sus maltratadores.
Solo falta que a esos mensajes musicales contribuyan las homilías de sacerdotes y pastores dejando de aconsejar resignación suicida a sus feligresas con el cuento de que matrimonio y mortaja del cielo bajan.
@Quinternatte