Apenas se confirmó la noticia de que Aída Merlano había sido detenida en Venezuela, el alto gobierno colombiano empezó a hablar de solicitar su extradición porque tiene una condena de quince años por delitos electorales. Hay un tratado de extradición vigente entre Colombia y Venezuela, el Acuerdo Bolivariano sobre Extradición que fue firmado en Caracas hace más de un siglo, el 11 de julio de 1911, en cuyo artículo II se relacionan los delitos por los cuales puede solicitarse una extradición. Como fue redactado en lenguaje de la época, se requiere un trabajo de filigrana jurídica para hacer encajar los delitos por los cuales se condenó a Aída Merlano, pero se podría lograr. El artículo IV excluye, como es obvio, los delitos políticos. Sin embargo, es claro que los cometidos por Aída Merlano no lo son.
En los tratados de extradición hay implícita una cláusula que se denomina “aut dedere, aut judicare” (o entregar o juzgar) que ha sido bien interpretada por la Corte Internacional de Justicia en el caso de Bélgica v. Senegal (Asunto de las cuestiones referentes a la obligación de juzgar o extraditar, sentencia de 10 de julio de 2012). La Comisión de Derecho Internacional dijo en sus comentarios al artículo 9 del proyecto de Código de delitos contra la paz y la seguridad de la humanidad (48º Período de Sesiones, 1996) que este principio tiene el propósito de “asegurar que todos los individuos responsables de crímenes particularmente serios sean llevados ante la justicia al proveer un enjuiciamiento y castigo efectivo para dichos individuos por una jurisdicción competente.”
El gobierno colombiano anunció que pediría la extradición a través del gobierno “legítimo” de Venezuela, el de Juan Guaidó, porque no tenemos relaciones diplomáticas ni consulares con Maduro. Pero sucede que el propio Acuerdo dice que los trámites de extradición se hacen a través de las cancillerías, con lo cual la solicitud a Guaidó se convierte en un saludo a la bandera. Por supuesto que Maduro vio una oportunidad y habló de restablecer relaciones consulares (que, dicho sea de paso, fueron rotas por la propia Venezuela), a lo cual el gobierno colombiano respondió rápidamente con un “no” rotundo, porque hacerlo implicaría una suerte de reconocimiento de la legitimidad del dictador venezolano.
Por su parte, la familia de Merlano habló de pedir asilo político porque consideran que la exsenadora está siendo perseguida por razones políticas. El asilo territorial se concede a perseguidos políticos y no está diseñado para delitos comunes. Pero la calificación le corresponde al Estado requerido (artículo 2, Convención sobre asilo político, Montevideo 1933) y Colombia no podría oponerse a lo que decidiera Venezuela, aunque tal cosa fuera violatoria del derecho internacional. Según los registros de la OEA, no hay tratados de asilo vigentes entre Colombia y Venezuela, pero las normas enunciadas son de derecho común.
De otro lado, las diferencias que surgieren entre los Estados por estas materias deben ser resueltas por vía diplomática o por tribunales internacionales, si los hubiere. Colombia y Venezuela no aceptan la jurisdicción de la Corte Internacional, de manera que solamente quedarían tribunales de arbitraje ad hoc. Existe y está vigente el Tratado de no agresión, conciliación arbitraje y arreglo judicial entre Colombia y Venezuela del 17 diciembre de 1939 que, aunque ha sido invocado varias veces, no ha sido nunca aplicado porque Venezuela ha argüido siempre que la excepción de los intereses vitales, la independencia o la integridad territorial de los Estados Contratantes (Art. II) es aplicable. De manera que es letra muerta.
El caso de Merlano está, pues, en manos venezolanas.